René Martínez Pineda *
En un rincón del imaginario colectivo donde dueles hasta el hueso, Fidel; en ese lugar que ninguna sociología ha sido capaz de explicar ni trepar, la nostalgia es poseída por el dios que lanza luces y envuelve sombras, y por el demonio de la pasión escarlata que, sólo por joder, no se impone fronteras, ni ropajes, ni tretas, ni dogmas a sí misma. Sólo han pasado unas horas desde que, con tristeza de hombres buenos y rojos, mis hijos me dieron la tensa y densa noticia… y cómo deseo ya que estuvieras aquí, compartiendo tu vida con la artritis dolorosamente aguda de mi voluntad de oxidado indigente social hundido en un rincón sin salida, en el que abre pecho a la muerte sociológica porque sus pasos no suenan, y su camisa sin botones no suena, callada como un bosque cercado por latifundios implacables e infames como ambiciosos planetoides a la deriva.
Fidel ha muerto para seguir vivo en la querencia mística de los que no podemos olvidar y queremos recordar; en la querencia humilde y tibia de los descalzos del mundo que descubren nuevos continentes en los hondos sueños de sus hijos; en el cariño tierno de los niños que se acuestan sin hambre, ni sed, ni miedo, ni dolores crónicos; los cementerios y malecones donde atracan los sueños son, desde ya, la patria inviolable y digna y sacramental desde donde se gestarán las utopías triunfantes más bellas como arte de virtud sedienta de luz bendita. Tu vida fue un punto y aparte en la historia general de todos desde que derribaste las murallas de la ceguera adscrita y, por lo mismo, tu muerte es sólo un adiós irracional del tipo histórico, porque tendrá infinitos puntos suspensivos, porque será una vida paulatina y geométrica a la que no se le pueden cerrar los ojos con la mano derecha, ni darle los santos óleos del olvido alienante del feroz consumismo y su verde antifaz que nos encasilla.
Hay avenidas solas llenas de gente sin rostro ni ventanas de sándalo humeante; hay tumultos vacíos preguntando llorosos por ti, Fidel, el novio eterno de la patria colectiva sin niños en la calle; hay olvidos llenos de memoria en las plazas públicas donde vuelve a caer tu sangre ardiente para sanar el alma de todo lo que está enfermo de injusticia capital; hay muertos hermosos y fulminantes y tibios como el incendiario amor aguerrido de la Sierra Maestra, y hay zopilotes y hienas horripilantes de nieve que les temen y se van rumbo al norte con la cola entre las patas; hay mausoleos de colosales cenizas vocingleras, perpetuas, ineludibles, tercas y tibias que jamás serán inundadas por los gusanos que nadie quiere, ni necesita; hay enamorados unicornios rojos y azules cabalgando salvajes por las frentes en alto que se dan la mano en el castillo de la real fuerza y en la bodeguita de en medio; hay cadáveres que siempre duelen duro como la falta de aire y que en lugar de llorarse se conmemoran por la forma inevitable en que vivieron… y el corazón de la utopía –ese ilustre caballero de la mancha que lucha a muerte contra los mil molinos de viento de la plusvalía- estallando en nuestras manos como bomba de contacto dérmico; atravesando un pasadizo secreto carente de luz para hacer suya la luz de la memoria de los pasos clandestinos a seguir para que la vida no sea un voraz naufragio en tierra firme, un estar muerto por dentro y hacia adentro del laberinto de la soledad, un ahogarse en el alma y en las manos esposadas con joyas inertes y frías, un irse derrumbando desde la piel que no nos pertenece.
Y con tu muerte que nunca muere en un rincón ni arrinconada, Fidel, ya no habrá más cadáveres serios e inocuos, porque la dignidad cierta será la única lápida permitida y todos serán ilustres en los panteones comunales; ya no habrá más cementerios baldíos como cárceles llenas de huesos callados y humillados en su muda fosforescencia; ya no habrá más pies descalzos y lindos vagando por mármoles fríos y feos y ajenos; ya nadie morirá de muerte natural en el alma y en los huesos; ya ningún militante del tiempo con manecillas rojas será silencio puro ni corazón duro pastando a solas; ya nadie se dejará amedrentar por los ladridos del perro blanco que custodia a la pesadilla americana que sale de las vitrinas prohibitivas y de las campanas de la iglesia de los santos de la última ignominia que crece y retoza en la furiosa humedad del sudor impago del llanto esclavizado por los dólares.
En un rincón del alma internacionalista donde dueles hasta el pelo, Fidel -ese indecible tiempo-espacio que la política reaccionaria jamás decodificará porque el realismo mágico no habita en sus bibliotecas- serán expuestas tus fotos junto al Che y Camilo para asustar a la mercancía que impera en un mundo tan insanamente cuerdo. Yo he visto a solas -y en el largo silencio sepulcral de una revolución social inconclusa en mis latitudes patrias- féretros a vapor partir con muertos anémicos que nadie recuerda, ni pone de ejemplo, ni emula, ni cuelgan sus fotos en la sala de la casa; con lindas muchachas de cejas agonizantes y labios glaciales que nadie besa porque no quieren besar a nadie; con taxistas pálidos como santos de pueblo que cobran una tarifa excesiva para hacerse de rogar; con mujeres ensimismadas en el pachuli de la indiferencia orgásmica casadas con vendedores de autos usados o con tristes jueces de lo mercantil que tienen heridas sin cicatrices verdes; he visto féretros navegando el lago de azufre de los muertos, el lago del anonimato ciudadano, hacia abajo, con las velas hinchadas por el sonido de la muerte; hinchadas por el sonido silencioso de la pobreza extrema en la que la muerte es un zapato sin pie, es una camisa sin hombre, es un anillo sin aro y sin dedo anular que llega a golpear la puerta, llega a gritar sin garganta, sin vocales, sin interjecciones fulminantes… y hasta esos lugares llegarás, Fidel, a organizar a los muertos.