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Fidel invicto

Iosu Perales

Si digo Fidel digo revolución, digo pueblo, patria, solidaridad, digo dignidad y esperanza. Icono de la libertad en las luchas contra la dictadura de Fulgencio Baptista, icono de la justicia social en las batallas contra la pobreza de las mayorías cubanas sitiadas por un régimen que había entregado el país a las mafias, icono del anticolonialismo en los sueños africanos y del antiimperialismo en los sueños de una América soberana. Si digo Fidel su nombre lo llena todo, la historia del siglo veinte, los anhelos de las multitudes, el Movimiento de los No Alineados, las paredes de los barrios. Si digo Fidel me pongo de pie.

No estoy hablando de un hombre perfecto. No sostengo una visión religiosa de su persona y de su obra. Solamente estoy hablando de un ser humano coherente, movido por una pasión: el socialismo cubano. Luego vendrán los análisis y los balances, los estudios sobre lo logrado y lo que no, pero eso ahora no toca como canción de despedida.

Creo que lo primero que debe decirse es que Fidel fue el constructor de la Nación cubana. Antes de su entrada victoriosa en La Habana quien mandaba en la isla era Washington. Baptista ejecutaba las órdenes de la embajada norteamericana. Lo venía haciendo desde 1934, año en que derrocó al gobierno de Grau San Martín, lo que le sirvió para ascender de sargento a general. El dictador obediente llegó a la presidencia en 1940 y enseguida entregó la soberanía nacional a Estados Unidos que comenzó a utilizar el espacio aéreo, marítimo y terrestre con uso exclusivo y sin reciprocidad. Luego perdió el gobierno ante su enemigo Grau que permitió la gangrena de la corrupción y no supo o no quiso enfrentar el hecho de que para entonces la economía dependía de Estados Unidos que manipulaba las tarifas y las cuotas del monocultivo azucarero. Baptista, siempre con el apoyo de la embajada, volvió al poder mediante un golpe de estado en junio de 1952 e instauró una dictadura militar que fue reconocida por el embajador norteamericano, en un informe confidencial de enero de 1953, como una “tiranía sin piedad”.

Cuba era un territorio dominado por mafias. La capital, La Habana, estaba repleta de casinos, la prostitución alcanzaba a decenas de miles de jóvenes, el tráfico de drogas controlado por organizaciones criminales estadounidenses estaba asegurado por policías corruptos y políticos elegidos de manera fraudulenta. Fulgencio Baptista hizo una alianza con mafiosos como Lucky Luciano y Lansky que le proporcionaban sobornos a cambio de ver protegidos sus negocios que comprendían también las apuestas. En un escenario de abandono y represión de las mayorías llegó Fidel. Y mandó parar.

Ciertamente Fidel y sus compañeros hicieron la Nación en un país que no llegaba ni a la categoría de protectorado. Proclamó la independencia de Cuba, su soberanía. Y al hacerlo colocó al pueblo en el centro de la vida política y surgió lo nacional-popular.

Efectivamente, el pueblo sometido pasó a ser protagonista. Un detalle: en la década de los cincuenta, de una población de seis millones de habitantes, sólo el 10% podían escribir y leer con normalidad. Un 30% eran analfabetos profundos y una 60% lo eran funcionales por su incapacidad de escritura, lectura y cálculo, de forma eficiente en situaciones habituales. Es significativo que el 40% de los niños y niñas no estaban escolarizados.  La respuesta fue la campaña de alfabetización de 1961 que se culminó con éxito y declaró a Cuba como territorio libre de analfabetismo. Pues bien, sólo este hecho convirtió a la masa dominada en ciudadanía con capacidad de tener autonomía. La Nación, recurrentemente nombrada y manipulada por los de arriba, pudo ser reconocida como propia por los de abajo que, ahora, se empoderaban de sus vidas. Las palabras Nación y Pueblo  quedaban asociadas de manera que en adelante no podían ser entendidas por separado. Lo nacional se convierte entonces en identidad colectiva.

Lo nacional-popular se comprende mejor cuando Fidel pasó a ser el arquitecto del Estado social. Es entonces cuando la vocación de la revolución expresa su voluntad fundadora de una nueva sociedad cubana hasta entonces inédita. El Estado social rompe con el Estado elitista, botín de los privilegiados y arma coercitiva contra el pueblo, y pasa a ser un Estado al servicio de las mayorías, extendiendo los derechos de acceso a la salud, el trabajo, la educación, la vivienda, en un proceso que cubre todos los ciclos de vida de las personas hasta llegar a una jubilación protegida por las instituciones y la propia sociedad que llega a un consenso. De tal manera la construcción de la identidad nacional cubana es alentada por Fidel como un patriotismo de los derechos y los bienes comunes, una nueva realidad que se opone al poder de unos pocos para unos pocos.

Un cuarto elemento que destaca en Fidel es su compromiso internacionalista. Tal vez es de los capítulos más conocidos. Su compromiso en África, un continente lejano y en cierto modo enigmático. Su apoyo a las luchas surafricanas contra el apartheid. Su apoyo siempre a las luchas latinoamericanas, inculcando sin cansarse la idea de la unidad popular y de los revolucionarios.  En los últimos años, la misión de médicos cubanos en la lucha contra el ébola y las misiones pos terremotos, son sólo una muestra de un abanico solidario que incorpora a la Operación Milagro, a contingentes de maestras, de deportistas y a una amplia gama de profesionales al servicio de los pueblos.

Pero quiero adentrarme en un terreno resbaloso, la democracia. Está bien conversar y discutir con honestidad sobre este aspecto de la realidad cubana. Para empezar estoy seguro que si los guerrilleros de Sierra Maestra entraran hoy en La Habana el desenlace en el ámbito de lo democrático hubiera sido otro. Pero lo cierto es que 1959 responde a una época de división del mundo en dos bloques, a una contingencia histórica. O con uno o con otro. Fidel, inicialmente centro su posición en la cubanía, en Martí, en un nuevo nacionalismo. Pero nada más tomar la primera medida consecuente, la reforma agraria, encontró la respuesta del presidente Eisenhower, más militar que político, que ordenó a la CIA: “Maten a Castro”. Desde entonces han sido centenares los intentos de acabar con su vida. Es entonces cuando la revolución cubana, amenazada por una invasión que fracasó en Cochinos pero que prometía volver con más fuerza, buscó una alianza con el otro polo, con el bloque soviético.

De tal manera, no es posible hablar de la política interna de la revolución cubana omitiendo el contexto de una permanente agresión en forma de embargo y de amenaza militar. ¿Por qué hay este vínculo entre lo uno y lo otro? Muy sencillo: Estados Unidos, sus gobiernos, busca en la utilización de la democracia, en su manipulación, el espacio que necesita para financiar partidos cubanos de obediencia a Estados Unidos, así como lograr la hegemonía en los medios de comunicación escritos y de radio y televisión. A Estados Unidos, como a la derecha europea, les importa muy poco la democracia en Cuba. ¿Quién sino ellos mantienen negocios y vínculos geopolíticos con dictaduras como Araba Saudí, los emiratos y teocracias árabes? ¿Quién sino Estados Unidos viene alentando golpes de estado “parlamentarios” en Haití, Honduras, en Paraguay, en Brasil, en Ecuador…?  No nacimos ayer ni nos chupamos el dedo.

Creo que Cuba debe avanzar más en el ámbito de la diversidad, permitiendo en algún momento que tenga su expresión partidaria, sindical, y en organizaciones civiles. Pero comprendo que debe hacerlo con prudencia, protegiéndose mediante leyes que prohíban el financiamiento externo de partidos políticos, por ejemplo. También debe avanzar en el terreno de los medios de comunicación, abriéndolos a la pluralidad pero garantizando que sean realmente nacionales y no pantallas del imperio. En todo caso corresponde a la ciudadanía cubana cómo quiere vivir y cómo quiere organizarse.

Tras su fallecimiento partidos y medios españoles se han lanzado a una competencia singular: se trata de ver quién es más duro contra Fidel y cuanto representa. Uno de los grandes argumentos viene siendo el número de personas muertas por la revolución desde 1959 hasta hoy: unos hablan de 5.600 y los más atrevidos de hasta 7.000. Cifras que habría que comprobar, pero que si aceptamos como buenas podemos compararlas con otras: el diario El País, daba hace unos años la cifra de 50.000 fusilados por el franquismo tras acabar la guerra civil. El número de víctimas durante la guerra de tres años (1936-1939), provocada por un levantamiento militar contra la legalidad republicana, todavía se discute. La cifra más baja es de 500.000, pero hay informes que defienden el número de un millón de muertos. Pues bien, los mismos voceros de la derecha española que nunca han condenado el franquismo, se desgañitan hablando del número de víctimas cobrado por la revolución cubana. Sin palabras.

Lo cierto es que estos voceros no son nada. Son pigmeos políticos frente a un hombre de estatura gigante que ya es parte de la historia por méritos propios. La muerte miente una vez más. Fidel está vivo y lo estará mientras haya combatientes y banderas libertarias.

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