César Villalona
Durante los 20 años de la revolución venezolana, la oposición se ha dedicado a entrar y salir del marco legal surgido de la Constitución de 1999. En ese ir y venir ha tenido dos victorias y más de 20 derrotas, incluyendo la del sábado 23 de enero. Un recuento de los hechos más importantes desde 1999 revela el carácter aparentemente dual de la derecha venezolana, que actualmente solo parece apostarle, sin posibilidades de éxito, a un Golpe de Estado militar contra el gobierno que preside Nicolás Maduro o a una intervención armada de Estados Unidos.
Hugo Chávez ganó las elecciones presidenciales del 6 de diciembre de 1998 con el 56 % de los voto, fue juramentado Presidente de Venezuela en febrero de 1999 y ese mismo día, en ejercicio de la atribución contenida en el artículo 181 de la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política, decretó la realización de un referéndum para que el pueblo se pronunciara sobre la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente que elaborara una nueva Constitución.
El 25 de abril, cuando el gobierno de Chávez tenía dos meses, se realizó el referéndum consultivo y el 82 % de la población votó a favor de la convocatoria a una Asamblea Constituyente. En julio se realizaron elecciones para elegir a quienes integrarían la Constituyente y la coalición que apoyó a Chávez ganó el 95 % de los puestos.
La Constituyente elaboró una Constitución que fue aprobada en un referéndum realizado el diciembre, con el 72 % de los votos a favor. En el marco de la nueva Constitución, Chávez tenía que someterse a otra prueba electoral y el 30 de julio de 2000 ganó de nuevo la presidencia con el 60 % de los votos.
A pesar de esa masiva participación popular en la toma de decisiones transcendentales, la oposición venezolana desconoció la voluntad popular y el 11 de abril de 2002 derrocó, con el apoyo de importantes mandos militares, al presidente Chávez y puso en su lugar a Pedro Carmona, presidente de la patronal FEDECÁMARAS, un gremio de la oligarquía. El gobierno de facto anuló la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo de Justicia y suspendió al Fiscal General, el Contralor General, los gobernadores y los alcaldes electos. El golpe fracasó cuando el pueblo y los militares repusieron a Chávez en su puesto. Pese a que lo oposición desconoció la legalidad y fue responsable de los hechos de sangre de esos días, ninguno de sus dirigentes fue apresado y Carmona se instaló en Colombia.
En 2004 la oposición consiguió firmas para hacerle a Chávez un referéndum revocatorio. Dicho referéndum se le puede aplicar a cualquier persona que ocupe un cargo de elección popular y lleve la mitad de su mandato. Como esa figura legal surgió de la Constitución de 1999, la oposición se amparó esta vez en el marco legal para destituir a Chávez. Pero como Chávez ganó con el 59 % de los votos, la oposición volvió a fraguar acciones ilegales, como el paro empresarial de finales de 2002 y principios de 2003 y el retiro de las elecciones para la Asamblea Nacional de 2005.
En 2006 se realizaron otras elecciones presidenciales y toda la oposición participó, es decir, reconoció la Constitución de 1999. Chávez ganó con el 63 % de los votos y nadie alegó fraude. De nuevo los enemigos del gobierno aceptaban regresar al marco legal.
En 2007 Chávez convocó a un referéndum para una reforma Constitucional y la oposición llamó a votar en contra. Votaron más de 8 millones de personas y la reforma no se aprobó por una diferencia de 14,000 votos. Chávez reconoció la derrota.
Entre 2007 y 2015 se realizaron elecciones presidenciales, legislativas, municipales y para gobernaciones, donde participó la oposición, que parecía haberse ajustado definitivamente al orden constitucional. Pero de pronto los diputados opositores, que estaban en mayoría en la Asamblea Nacional tras las elecciones de diciembre de 2015, desconocieron un fallo del Consejo Electoral y la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, donde le pedían al presidente de la Asamblea Nacional no juramentar a tres diputados elegidos con un fraude comprobado.
La Asamblea Nacional dominada por la derecha desconoció el fallo de la Sala Constitucional y juramentó a los diputados ilegales. Entonces la Sala emitió el siguiente fallo: “mientras persista la situación de desacato y de invalidez de las actuaciones de la Asamblea Nacional, esta Sala Constitucional garantizará que las competencias parlamentarias sean ejercidas directamente por esta Sala o por el órgano que ella disponga para velar por el Estado de Derecho”. Desde ese momento la Asamblea Nacional no tiene existencia legal.
En 2017 Maduro convocó a una Asamblea Constituyente amparado en el artículo 348 de la Constitución, que dice: “la iniciativa de convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente podrán tomarla el Presidente o Presidenta de la República en Consejo de Ministros; la Asamblea Nacional, mediante acuerdo de las dos terceras partes de sus integrantes; los Concejos Municipales en cabildo, mediante el voto de las dos terceras partes de los mismos; o el quince por ciento de los electores inscritos y electoras inscritas en el Registro Civil y Electoral”. La oposición se colocó en la ilegalidad al decir que Maduro no podía convocar a la elección de una Constituyente y al “juramentar” un Tribunal Supremo de Justicia en el exterior. Más de 8 millones eligieron a una Constituyente que durará cuatro años.
Cuando se realizaron las elecciones para las 23 gobernaciones, 335 las alcaldías y la Presidencia de la República, cuyas fechas estableció la Constituyente, un sector de la oposición participó y otro llamó a no votar. El Partido Socialista Unido de Venezuela y sus aliados ganaron los comicios. Maduro fue elegido con el 67 % de los votos, en unas elecciones donde votó el 48 % de la población, un porcentaje superior al de muchos países del mundo donde nadie cuestiona la legalidad de las elecciones. Los gobernadores electores (cuatro de ellos de oposición) juramentaron ante la Constituyente.
Nicolás Maduro no podía juramentar como presidente ante la Asamblea Nacional, porque ese órgano no tiene facultades legales desde principios de 2016. Lo hizo ante la instancia rectora del Órgano Judicial, el 10 de enero de 2019, amparado en el artículo 231 de la Constitución, que establece lo siguiente: “si por cualquier motivo sobrevenido el Presidente o la Presidenta de la República no pudiese tomar posesión ante la Asamblea Legislativa, lo hará ante el Tribunal Supremo de Justicia”.
Al día siguiente de la toma de posesión de Nicolás Maduro, un diputado de oposición, llamado Juan Guaidó se autoproclamó presidente de Venezuela y dijo que culminaría el mandato de Maduro, o sea, lo reconoció como presidente aunque por unas horas. Guaidó dijo que se amparaba en el artículo 233 de la Constitución, pero resulta que ese artículo plantea que “serán falta del Presidente o la Presidente de la República: su muerte, su renuncia, o su destitución decretada por sentencia del Tribunal Supremo de Justicia o; su incapacidad física o mental permanente certificada por una junta médica y con aprobación de la Asamblea Nacional, el abandono del cargo declarado como tal por la Asamblea Nacional, así como la revocación popular de su mandato”. Esas causales no se le aplican a Maduro. Además, en caso de falta del Presidente, el mismo artículo constitucional dice que “se encargará de la Presidencia de la República el Vicepresidente Ejecutivo o la Vicepresidenta Ejecutiva”. Dicho de otro modo, ni Maduro faltó a su cargo ni puede ser sustituido por un diputado.
Es obvio que las oligarquías y el gobierno de Estados Unidos, el actual como los anteriores, solo aceptan la legalidad que favorece sus intereses. Pero mientras la oposición venezolana vive en un desvarío político, el gobierno revolucionario nunca ha violado el orden legal. Ha ganado más de 20 elecciones y aceptó las derrotas de 2007 y 2015.
Ante tantos vaivenes políticos, es posible plantear una hipótesis por podríamos calificar de justa: la oposición venezolana no quiere controlar el Ejecutivo por la vía constitucional sino mediante un golpe militar que imponga gobierno fascista que someta al pueblo. Tal vez a ello se deba su desinterés por conseguir las firmas para un referendo revocatorio contra Maduro en 2016. Ese año la oposición estaba fuerte, pues venía de una holgada victoria en 2015, y podría ganar el referéndum y la elección presidencial. No es seguro que ganara, pero era muy probable.
¿Por qué, entonces la oposición se fue a la ilegalidad desde 2016? Posiblemente calculó que podía perder el referéndum o las elecciones presidenciales y quedar muy debilitada. Pero también pudo valorar que en caso de ganar la presidencia tenía dos caminos: no hacer nada y pagar los costos de la crisis económica o conseguir un préstamo de 40,000 millones con el FMI, para reponer la capacidad de importación de la economía y aplicar un programa de ajuste fiscal y monetario que sacara totalmente del consumo a 10 millones de personas. Los resultados de ese programa serían 50 caracazos y la caída del gobierno, pues millones de venezolanas y venezolanos, para quienes la revolución no es un hecho pasado sino una realidad que gravita en su práctica y su conciencia, no aceptarían el fin de la revolución ni un ajuste fondomonetarista.
Atrapada en el dilema de la legalidad y la ilegalidad, la oposición optó por promover un golpe de Estado militar del que saliera un régimen fascista o una guerra civil que le permitiera al gobierno de Estados Unidos apoyar a un bando y desangrar al país. Para promover el golpe, la estrategia de la oposición tuvo dos componentes que fracasaron: desestabilizar al gobierno mediante protestas internas y aislarlo internacionalmente con el apoyo de gobiernos de derecha y del Secretario General de la OEA, Luis Almagro.
La agresión subió de tono tras la juramentación de Nicolás Maduro el 10 de enero pasado. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y los mandatarios del grupo de Lima, reconocieron a Guaidó y les pidieron a los militares venezolanos derrocar a Maduro. Algunos países de la Unión Europea asumen una actitud temeraria y temerosa frente al gobierno venezolano. Y en ese ambiente de amenazas llegó la fracasada acción del 23 de febrero, que fortaleció al gobierno y al pueblo de Venezuela. La conjura imperialista no terminará pero la revolución tiene la fortaleza interna necesaria para derrotarla y un respaldo internacional no despreciable, que incluye a los movimientos populares del mundo, sobre todo de América Latina, a gobiernos y partidos de izquierda y a gobiernos con mucho peso internacional, como los de China, Rusia y otros.