Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Este próximo 22 de septiembre se cumplen 63 años de la muerte de Francisco Gavidia, probablemente el más grande de los salvadoreños en el mundo de las letras, y también el gran olvidado por sus compatriotas. Es esto, lamentable. Un hombre que puso en lo más alto el nombre de su país con su obra literaria, el gran maestro de Rubén Darío, y que sus connacionales desconocen casi por completo. Es una pena nacional que su figura haya sido ignorada, y sólo situada al margen de nuestra intencionalidad, cuando fue Gavidia, hombre de tan extraordinarias cualidades, poseedor de una virtud, que habiendo sido siempre rara, ahora lo es más, una virtud que no suele encontrarse en muchos, y que en él cobra singular relevancia: la sabiduría. Todo hombre tiene facultades, la inteligencia una de ellas; pero no todo hombre es virtuoso, y sobre todo, virtuoso en la sabiduría. Gavidia lo fue, y en sobrada medida. Pero la Patria lo ignora. Estamos, como digo, a 63 años de su muerte. También estamos a sólo unos días del aniversario de otro gran universal, del nacimiento de Cervantes, el 29 de septiembre de 1547. De muchas maneras se juntan los grandes. Hay, pues, muchas cosas para celebrar, en silencio, ciertamente, pues nos ahoga esa vorágine de vulgaridad en que se debate nuestro país, desde hace ya algunos años; pero en un silencio que es esclarecedor, que lleva a una buena meditación: ¡Cómo nos hace falta un arrebol de cultura para que volvamos a la racionalidad y a la cordura!
El Ateneo de El Salvador debe a Gavidia su fundación en 1912. Tenía él entonces sólo 47 años. Sólo un poco más de una década después, llega este hombre grande a la Academia Salvadoreña de la Historia; y ya cerca de su muerte, en 1952, a Director Honorario de la Academia Salvadoreña de la Lengua. ¿Más inquietudes por la cultura? ¡Pocas veces! ¡Nunca a lo mejor!
Gavidia fue un gran erudito, un clásico. Darío supo leerlo, y lo comprendió. Sorbió de sus sabios consejos, y ahí tienen ustedes al gran bardo de León, que se nutrió de esas ansias irrefrenables del gran hijo de Ciudad Barrios, pueblo raro ese que también vio nacer a Monseñor Romero. Tanto dijo Darío de Gavidia, que “Nicaragua le rinde tributo a cada instante”; mientras, nosotros, los salvadoreños, y lo digo con inmensa vergüenza, lo hemos ignorado culpablemente, reduciéndole a unas pocas ediciones de sus obras, hechas más por obligación que por convencimiento puro, ediciones que duermen el sueño de los justos en los estantes de las bibliotecas, y que los maestros saben ignorar por completo en las escuelas.
Leyendo “La Loba”, una de sus obras, recibe quien lo hace una verdadera y elegante lección de moral. Además de su exquisitez literaria, Gavidia nos da tremendo ejemplo en ella: Ahí están el hombre, casi míticamente expresado, el orgullo y la virtud, la soberbia y la esperanza, la templanza y la ambición, la sencillez y la belleza. Si “La Loba” se leyera y estudiara en nuestras escuelas y en los foros nacionales, en vez de tanto hipócrita saludo a nuestros símbolos patrios y tanta tropelía política sobresaturada de vulgaridad, probablemente recogeríamos una enseñanza brillante que no podríamos nunca ignorar. No es difícil entender el mensaje de “La Loba”. Otra cosa es llevarlo a la práctica, hacer de él, moral concreta.
Pero si bien Gavidia sabía soñar y hacer soñar, también estaba en nuestra nuda realidad. En la “Oda a la Bandera”, Gavidia se recrea, se actualiza, se reproduce, se recoge, como suelen hacer los clásicos, que nunca se olvidan porque son siempre actuales. Se siente entonces que el poema, ya hace tanto tiempo producido, ha sido escrito sólo ayer:
Centroamérica duerme
Silenciosa e inerme
El sueño del olvido de los mundos:
Sus pueblos son estériles llanuras,
Zarzales infecundos,
Temerosas y agrestes espesuras
Que hincha de negra savia el egoísmo.
Por esta selva lúgubre y sombría
Su horrible paso en las tinieblas guía,
Leñador infernal, el despotismo.
Ved el cuadro, que aviva
En la conciencia pública extenuada
El rayo de una lumbre fugitiva;
Ved extender la historia
Su acusador legajo.
¿Qué veis? El crimen coronado arriba.
¿Qué veis? El crimen inconsciente abajo.
Los tiranos, la plebe.
Todos, los oprimidos, los que oprimen,
Todo pasa y se mueve
En un sudario fúnebre de nieve
Que de gotas de sangre siembra el crimen.
¡Oh, Patria! ¡Oh, Centroamérica!
Necesitáis con vuestras propias manos
Levantar vuestra lápida mortuoria
Que gravita en la tierra como un monte,
E interrogar después el horizonte
Para encontrar el rumbo de la gloria.
¿No es acaso actual lo que Gavidia ha dicho hace ya más de medio siglo? ¿No se recrea en nuestra realidad?
Cuando Darío inicia, según dicen, el Modernismo, en 1888, con la publicación de “Azul”, en su llamada “Época chilena”, Gavidia se eleva a los más altos escenarios de la literatura cumbre, pues el producto es de él, claro, él siempre al margen, porque ingrata es la historia con sus verdaderos hombres. Modernismo ese que yo nunca he entendido, porque sigo pensando que en “Azul” lo que hay es el más puro de los romanticismos, al margen de su métrica y su estilo, y volviendo a su esencia, a la primariedad de su esencia, que es, sin más, lo que debe siempre privar.
Rescatemos, salvadoreños, a Gavidia. Coloquemos a ese hombre extraordinario donde le corresponde estar, hombre tan nuestro y tan propio por más universal que sea. No cometamos más ese pecado que hemos venido cometiendo, de ignorar al más excelso de nuestras letras, el más grande de los nuestros, ese que supo recoger y compartir con Unamuno, ese otro viejo sospechoso del sentimiento trágico de la vida y del hombre de carne y hueso, la realidad de la lengua, la importancia de rescatar y defender la lengua. Decía el vasco aquel revulsivo y a la vez dulce: “Escudriñad la lengua: Hay en ella, bajo presión de atmósferas seculares, el sedimento de siglos del espíritu colectivo”, ese sedimento de siglos de nuestro espíritu colectivo que ahora, intereses malsanos y típicas ignorancias tratan de sepultar bajo cieno y podredumbre, tratando de que hablemos como no debemos, y que seamos hormigas cuando a lo mejor nacimos para ser cigarras.
La obra de Francisco Gavidia es parte de nuestro espíritu colectivo. Preservarla y difundirla es nuestra obligación.
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