Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua
Conmemorando el día de la muerte de Francisco Gavidia, el 22 de septiembre del año pasado, el Ateneo de El Salvador me honró otorgándome la «Medalla Gavidia», la cual recibí con singular orgullo y plena satisfacción. Llevar en el pecho el solo nombre de este hombre ilustre y grande, es motivo de la mayor de las distinciones. Agradecí profundamente la honra, que me distingue y enorgullece, debo decir, inmerecidamente. Siendo que una de las funciones de la Academia Salvadoreña de la Lengua es resaltar y difundir las grandes figuras de la literatura, la música y el arte de nuestro país y del mundo hispano, es procedente hacerlo ahora refiriéndose a la figura de este que fue, así, sin más, de los mejores.
Gavidia es probablemente hasta hoy, el más grande de los salvadoreños en el mundo de las letras, y a la vez, es el gran olvidado. Es una pena nacional que su figura haya sido ignorada, y sólo situada al margen de nuestra intencionalidad, cuando fue hombre de tan extraordinarias cualidades y de tan altos méritos; poseedor de una virtud que habiendo sido siempre rara, ahora lo es más, una virtud que no suele encontrarse en muchos, y que en él cobra singular relevancia: la sabiduría. Todo hombre tiene facultades, la inteligencia una de ellas; pero no todo hombre sabe ser virtuoso, y sobre todo, virtuoso en la sabiduría. Gavidia lo fue, y en sobrada medida.
Pero la patria lo ignora. Ciertamente, nos ahoga esa vorágine de vulgaridad en que se debate nuestro país desde hace ya muchos años; pero en el silencio de nuestra desesperanza, esclarecemos nuestras conciencias y pensamos en esos hombres que supieron situarse y supieron situarnos, silencio que es, con todo, revelador, y que lleva a una buena meditación: ¡Cómo nos hace falta un arrebol de cultura para que volvamos a la racionalidad y a la cultura!
Gavidia fue miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua, y fue su director honorario; el Ateneo de El Salvador le debe a él su fundación, en 1912; también fue miembro de la Academia Salvadoreña de la Historia. ¿Más inquietudes por la cultura? ¡Pocas veces! ¡Nunca a lo mejor!
Fue un gran erudito, un clásico. Encontrar hombres así ahora es cosa más que difícil. Darío supo leerlo, y lo comprendió. Sorbió de sus sabios consejos, y ahí tienen ustedes al gran bardo de León, que se nutrió de esas ansias irrefrenables del gran hijo de San Miguel. Tanto dijo Darío de Gavidia que Nicaragua le rinde tributo a cada instante, mientras nosotros, los salvadoreños, trashumantes eternos, y lo digo con inmensa pena, lo hemos ignorado culpablemente, reduciéndole a unas pocas ediciones de sus obras, más por obligación que por convencimiento puro, ediciones que duermen el sueño de los justos en los escaparates de las bibliotecas, y que los maestros ignoran por completo en las escuelas.
Al leer «La Loba», una de sus obras, recibe quien lo hace una verdadera y elegante lección de moral. Además de su exquisitez literaria, Gavidia nos da tremendo ejemplo en ella: Ahí están en el hombre, casi míticamente expresado, el orgullo y la virtud, la soberbia y la esperanza, la templanza y la ambición, la sencillez y la belleza. Si «La Loba» se leyera y se estudiara en nuestras escuelas y en los foros nacionales, en vez de tanto hipócrita saludo a nuestros símbolos patrios, probablemente recogeríamos una enseñanza brillante que no podríamos ignorar. No es difícil entender el mensaje de «La Loba». Otra cosa es llevarlo a la práctica, hacer de él, moral concreta.
Pero si bien Gavidia sabía soñar y hacer soñar, también estaba en nuestra nuda realidad. En la «Oda a la Bandera», Gavidia se recrea, se actualiza, se reproduce, se recoge, como suelen hacer los clásicos, que nunca se olvidan porque saben ser siempre actuales. Se siente entonces que el poema, ya hace tano tiempo escrito, ha sido escrito sólo ayer:
Centroamérica duerme
silenciosa e inerme
el sueño del olvido de los mundos:
Sus pueblos son estériles llanuras,
zarzales infecundos,
temerosas y agrestes espesuras
que hincha de negra savia el egoísmo.
Por esta selva lúgubre y sombría
su horrible paso en las tinieblas guía,
leñador infernal, el despotismo.
Ved el cuadro, que aviva
en la conciencia pública extenuada
el rayo de una lumbre fugitiva;
ved extender la historia
su acusador legajo.
¿Qué veis? El crimen coronado arriba.
¿Qué veis? El crimen inconsciente abajo.
Los tiranos, la plebe.
Todo pasa y se mueve
en un sudario fúnebre de nieve
que de gotas de sangre siembra el crimen.
¡Oh Patria! ¡Oh, Centroamérica!
Necesitáis con vuestras propias manos
levantar vuestra lápida mortuoria
que gravita en la tierra como un monte,
e interrogar después el horizonte
para encontrar el rumbo de la gloria.
¿No es acaso actual lo que Gavidia ha dicho hace ya más de medio siglo? ¿No se recrea en nuestra realidad?
Cuando Darío inicia, según dicen, el modernismo, en 1888, con la publicación de «Azul», en su llamada época chilena, Gavidia se eleva a los más altos escenarios de la literatura cumbre, pues el producto es de él. Claro, siempre al margen, porque ingrata es la historia con sus verdaderos hombres; modernismo que yo nunca he entendido, porque sigo pensando que en «Azul», lo que hay es el más puro y fecundo de los romanticismos, al margen de su métrica y de su estilo, y volviendo a la esencia, a la primariedad de los conceptos, que es, sin más, lo que debe siempre privar.
La obra de Francisco Gavidia, y con ella su nombre, es parte de nuestro espíritu colectivo. Preservarla es nuestra obligación. La Academia Salvadoreña de la Lengua, dentro de su programa «Honrar la Lengua», a finales de mayo, hablará de Gavidia, y a la par, de otro enorme hombre del mundo hispánico, Azorín, igual muy poco conocido. Lo hará en las palabras que expresarán dos estudiantes de nuestras instituciones educativas, dos jóvenes, que como ellos, rejuvenecerán esas letras sabias y nobles que dejaron en el papel nuestros grandes olvidados. Ya lo han hecho otros dos jóvenes, esta vez hablando de Menéndez y Pelayo, y de nuestro Hugo Lindo. La experiencia fue fantástica. Los jóvenes nuestros, si se les deja, saben expresarse, probablemente mejor que nosotros mismos.
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