Amndré Rentería Meza
Escritor
Camilo lanzó con desdén a su hijo al cesto de la basura. Sabía que era una sentencia cruel, try que rayaba en la ignominia, pero qué más podía hacer, hasta entonces su hijo era incapaz de producirle un mínimo de emoción. Ni una sonrisa, ni una lágrima, ni un quebranto, ni un guiño de pasión. Lo había analizado durante toda la noche tratando de encontrar en él un destello de infinito, o por lo menos, la sensación de llevar una piedra en el zapato, pero no encontró absolutamente nada que lo conmoviera.
Desecharlo no fue una decisión fácil. Después de darle una y mil vueltas al asunto en la cabeza, decidió botarlo sin misericordia. No se parece en nada a mí, pensó, luego extendió la mano al basurero y lo dejó caer. Al llegar al fondo del recipiente, el golpe de la criatura ni siquiera se escuchó.
Era una típica madrugada platinada de noviembre. El viento se escabullía por las puertas sin hacer chillar a las bisagras. Camilo tenía el cabello despeinado, la cara descompuesta y en su boca mantenía el sabor añejo del vino que había bebido durante toda la jornada de insomnio. Maldecía una y otra vez porque se estaba haciendo un experto en desahuciar a sus hijos de esa manera. No era la primera vez que lo hacía. Tampoco la última.
Al verlo abandonado en el cilindro metálico de la basura odió aún más a su hijo. Ni humillado era capaz de gemir, de suplicar o de luchar. Era tan pálido y gélido como siempre. Sintió ganas de escupirle la cara blanquecina repleta de oscuras pecas, pero lo consideró una exageración. Después de todo era su obra. El hombre estaba completamente frustrado.
Fue hasta la ventana. Abrió la cortina floreada, una brisa fría le tocó las mejillas con ternura. Con sus ojos oscuros contempló el horizonte. Supo que el sol aparecería pronto. Mientras miraba el amanecer pensó que después de todo él era culpable del fracaso. A lo mejor carecía de sensibilidad para guiar a sus creaciones por la senda de la gloria.
El aro dorado del sol le provocó una hoguera en el pecho, le recordaba que su hijo no era capaz de brillar. Sintió un profundo rencor y enseguida ardió de furia. Abandonó la ventana, fue sigilosamente a su habitación en busca de los fósforos y su paquete de cigarros.
En el cuarto su mujer estaba inquebrantablemente dormida. De levantarse, seguramente ella pediría indulgencia y piedad por la criatura, así que apuró el paso para no escuchar suplicas combinadas con lágrimas.
Regresó y se mantuvo de pie frente al cesto de la basura, su hijo seguía en la misma posición que lo había dejado minutos atrás. Esto será rápido, mi pequeño, le dijo entre dientes. Encendió el cigarrillo, aspiró profundamente el espíritu del tabaco y luego lanzó el cerillo flameante contra su hijo. No sintió ningún remordimiento al verlo retorcerse comido por el fuego.
Un insoportable olor a quemado invadió la casa. La mujer de Camilo se despertó preocupada, levemente histérica. Encontró infraganti a Camilo, todavía observando las llamas y el humo que salía del bote de basura. El color del fuego le iluminaba el rostro. La mujer lo miró compasivamente por unos segundos, comprendía su dolor, luego le preguntó tímidamente:
-Camilo, ¿Hasta cuándo vas a dejar de quemar tus cuentos de esa manera?
-Este también se lo merecía -respondió el otro.
Cuando las páginas blancas se convirtieron en ceniza, Camilo aspiró otra bocanada de su cigarro y se sentó a teclear afanosamente en su máquina de escribir otro relato.