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«Fuegos de San Antonio». Cuento. Por Esaú Hernández

Cuento

Esaú Hernández

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Dejó de llover y los campos se vistieron de luz. Esquivando los charcos por la lodosa vereda llegó hasta la casa del carpintero su suegra. Él, sentado en la esquina contemplaba cabizbajo la hamaca donde estaba su primer hijo varón. Su mujer, con un paño tibio, limpiada unas erupciones raras en su piel. Vio a su madre y sonrió con esfuerzo, tenía veinte años recién cumplidos, una niña de año y medio, el niño de seis meses y estaba embarazada de nuevo. En aquella campiña olvidada a casi 250 kilómetros de la capital corría el año 1969, en el agreste territorio todavía quedaban vestigios de la compañía bananera Cuyamel Ltda que se había retirado en 1930 a causa de la sigatoka negra. El niño enfermó cuatro días antes, con una especie de llagas rojas que se ponían escamosas y luego la piel se rajaba. Los campesinos decían que esa enfermedad se llamaba fuegos de San Antonio. Científicamente la enfermedad es conocida como psoriasis.

Los tres se miraron en silencio unos instantes. Luego, la señora dijo: » Si piensan llevarlo al doctor no lo hagan, el niño se va a morir». Para ese tiempo las tasas de mortalidad infantil eran altísimas, ella lo sabía, de 18 partos solo le sobrevivían siete hijos. El carpintero y la esposa callaron. El resto de la mañana se fue en preparar el almuerzo y poner paños tibios a las llagas del niño. Después de almorzar la suegra se retiró.

El carpintero revisó cuánto tenía de dinero y solo poseía unas pocas monedas. Con un amigo consiguió 100 lempiras para llevar a su hijo donde el doctor. ¡No han de decir que dejé morir mi hijo! Pensó. Por la noche se fueron a dormir donde la suegra para dejar la niña al cuidado de ella y por la maña siguiente iniciar la travesía hasta la ciudad más cercana a unos 65 kilómetros de distancia. Para llegar a ella había que sortear muchos escollos. En aquel camino rural se cruzaban siete ríos y ninguno tenía puente. Solo en dos había canoas, en los otros los los caminantes se mojaban Salieron a las 3 de la madrugada y luego de 7 horas de camino estaban en la ciudad más cercana. En realidad, no era una ciudad, si no un pueblo grande. Ubicado en una península en una Costa perdida del mar Caribe. Logró notoriedad poco después de la huelga bananera de 1954 porque por un descuido de los trabajadores un tren frutero chocó con un barco.

Fueron en busca de una doctora, muy afamada por los pueblos de la costa y la frontera. La mujer, un poco petulante, vio al carpintero y a su mujer y ni siquiera los atendió de lejos observó el niño y les hizo un pase para el hospital de la ciudad grande.

Llegaron a la gran ciudad cuando ya el sol se metía. En los pasillos del hospital Leonardo Martínez, pasaron la noche. Vieron con espanto cómo murieron solo esa noche 16 niños de campesinos. Aquellos niños eran un monumento a la desnutrición y la crianza de lombrices, escuálidos y panzones.

Por la mañana, unas enfermeras con muy mal carácter los atendieron. Luego de asignarle un espacio en una cuna múltiple, le dijeron al carpintero que le iban a sacar un litro de sangre para aplicarlo al niño en caso de resistir el suero. Anotaron su nombre y lugar de residencia para mantenerlo informado mediante un telegrama. Después que le sacaron la sangre, el carpintero y su esposa iniciaron el viaje de regreso, con la esperanza de que su hijo iba a resistir el suero. Llegaron a la pequeña cuidad cuando la noche caía y bajo un pertinaz aguacero. Posaron ahí tres días en espera de que cesara la lluvia para poder cruzar los ríos. La lluvia nunca cesó.  Al cuarto día decidieron emprender el viaje. Salieron de la península cuando la aurora rayaba, despacio y con paso firme avanzaron por la ruta con la esperanza de encontrar alguno de los escasos transportes que recorrían en esa época por la zona. Sortearon el primer rio antes de dos horas de camino. Continuaron por la trocha siempre con rumbo al norte. En Chivana, les dijeron que un carro saldría hacia Cuyamel, Pero no sabían a qué horas. Ya casi era mediodía. Continuaron con el viaje y cerca de las 3 de la tarde el carro de los alcanzó a la altura de milla 5. Llegaron a Cuyamel a las cuatro de la tarde. Cuarenta kilómetros de avance, aún les quedaban veinticinco kilómetros para llegar a su destino y tres ríos crecidos. El río Cuyamel lo cruzaron en canoa, siguieron siempre al norte y a paso firme, los doce kilómetros entre un rio y otro los cruzaron en dos horas. La lluvia seguía cayendo. El carpintero y su esposa empapados de agua seguían avanzando. Cruzaron las turbulentas aguas del río Tegucilgalpita a nado. En las calles no se veía un alma. Les quedaban trece kilómetros para llegar a casa, este era el tramo más peligroso.

El carpintero dejó a su esposa en una Cruz calle y se fue a buscar a un amigo comerciante para que le vendiera una lámpara de mano y le prestaron un machete. El hombre no tenía lámparas convencionales, solo una lámpara de cuatro baterías que en ese tiempo la usaban los militares. El carpintero la compró y volvió donde había dejado su esposa lo más rápido posible. Ahí la encontró inerme esperándolo, sin embargo, cerca de ella grupo de hombres fumaban y conversaban en voz baja. Era inusual que con las condiciones del tiempo estos hombres estuvieran ahí parecía que miraban a la esposa del carpintero como una posible presa.

Un poco entumecidos la pareja continuaron El paso más rápido que podían. Abandonaron el pueblo y se internaron en el tramo de carretera más solo y selvático del camino. Detrás de ellos, una una  luz tenue y dos brazas como de cigarrillos lo seguía. Hasta ese momento el carpintero no había utilizado su lámpara nueva. Teniendo lo peor, pues había visto el grupo de hombres que observaban a su esposa en el pueblo que acababan de dejar atrás. Decidió usar la lámpara, pero no lo hizo en la ruta que él iba, se dio vuelta y alumbró hacia los hombres que lo seguían un enorme candelazo de luz iluminó la carretera, después de unos segundos apagó la luz y continúa su camino. Los hombres que lo seguían desistieron de su empresa pues pensaron que eran los militares que iban patrullando por la potencia de la lámpara. El último Río, el San Idelfonso, lo cruzaron a las diez de la noche. Después de 16 horas de camino y 65 kilómetros recorridos. ¡Por fin estaban en casa!

Aunque poco se podía mover a la mañana siguiente el carpintero inició el viaje de regreso para ver cómo iba la salud del niño. Llegó a la gran ciudad, en el hospital los niños seguían muriendo. Se fue a la cuna donde lo había dejado y el niño ya no estaba. Las enfermeras tampoco se acordaban de qué niño preguntaba. Al final una de ellas le dijo: murió el día siguiente de que usted se fue. No le dieron datos donde había sido enterrado, solo le dijeron que no había resistido el suero. Hasta ese día cuando el carpintero preguntaba en el hospital por su hijo a su esposa le llegó El telegrama con el aviso de la muerte de su vástago. El carpintero regreso a su casa al día siguiente por la mañana. Se miraron sin hablar con su esposa mientras una lágrima recorría las mejillas de ambos. A lo lejos en un radio de un vecino rico se escuchaban noticias de la guerra.

 

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