Por Myrna de Escobar
Lila dejó aquella casa vacía de afecto y humanismo para internarse junto a su hijo en una pequeña bodega en las afueras de San Salvador, una decisión no solo contraria a sus deseos, sino temeraria por los nexos perversos que los unían.
A él le mortificaba la falta de espacio en el cuarto de bodega de alquiler, pero adónde refugiarse en plena pandemia sin un centavo en el bolsillo, — pensaba —al tiempo que lloraba como una niña abandonada e irremediablemente despreciada. Además de las quemaduras provocadas por el uso y el abuso del que había sido víctima, ahora tenía una cicatriz en la cara y en el brazo derecho. El arroz hervía cuando se lo arrojó la Cata en la cama. Era la innombrable de esta historia. Esa quemadura era una de tantas, la más visible. En el vecindario nadie sabía que sufría porque muy rara vez salía de casa, regaba la acera desde el muro y no le permitían hablar con extraños. Quedarse callada y cerrar los ojos era para ella una consigna en ese hogar, convertido en prisión. Debido a las circunstancias, no explicó a su hijo las razones de su despido y reencontrarse con él fue como arrojarse a los brazos enemigos, volver a ser la esclava y empleada de siempre. Solo que esta vez no habría salario. Los noventa dólares mensuales serían cosa del pasado.
Como era de esperar, el sufrimiento era común para la pobre Lila. Empezó a ver fantasmas en las paredes, a oír voces por doquier. Descendía las gradas del edificio creyendo que la llamaban por su nombre, hasta llegó a creer que había tenido otro hijo a quien no recordaba, que éste llegaría a salvarla de la tiranía de Diego. Se escondía detrás de los árboles del parque creyéndose perseguida. Se volvió sonámbula, histérica, melancólica y lloraba sin vergüenza cuando más sola se sentía. Una tarde, mientras lavaba la ropa, miró a su teléfono y gritó:
- ¡Nooooooooooo. Dejen a mi hijo, no se lo lleven…. es todo lo que tengo!
Se haló los pelos, susurró y salió barajustada diciendo que habían agarrado a sus hijos como garrobos, culpó hasta al presidente e invocó a sus santos acabando luego sentada en una acera, lejos del parque. Fue reportada como indigente, pero volvió a la cordura en un instante.
Diego se enteró del incidente. Ya había atestiguado episodios extraños en la mujer que dormía a su lado, y solo pensaba en cómo mandarla donde su madre, ponerla a trabajar o dejarla perdida en alguna casa. Era muy buen maestro de arte, sin embargo. La acompañaba al hospital deseando perderla en algún botiquín, o camino a casa, aunque si alguien los miraba parecían marido y mujer, la tomaba de la mano, la intimidaba con la mirada, no la dejaba hablar con nadie, visitar a nadie ni salir sola a la calle.
Detrás de las cuatro paredes todo sucedía, eran tiempos de pandemia, ella lo sabía, era su monstruo.
¡Quién para quererlo, sino yo! ¡Prefiero que me haga daño a mí a que se lo vaya a hacer a otra persona! — argumentaba en su desesperación.
Una noche de cumpleaños se vistió de rosa, quiso escapar, irse de rumba, sentirse libre. El plan se frustró, no tenía comida ni bebida, ni la llave para salir del encierro. Se quedó mirando las nubes y las estrellas pasar por su frente. Diego se había ido a celebrar con las golfas su nuevo ascenso en la escuela. Al día siguiente la encontró llorando. Colocó una bolsita blanca con unas cajitas dentro. Ella las tomó mientras él se duchaba. Creyó que era su regalo de cumpleaños y lo escondió en su delantal. Ella no sabía qué contenían las cajitas, no sabía leer. Eran unos preservativos.
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