René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES
El país es un concurrido funeral sin muerto, porque este, para estar a tono con el sistema legal, huyó con rumbo desconocido sin dejar rastro, esa fue la opción que consideró más fácil y rápida… o quizá, simplemente, teme someterse a una de las otras dos opciones que aún tiene: que lo entierren parado, sin pompas fúnebres, en una fosa común; o que, como el Lázaro Utopista, lo resuciten al tercer gobierno. El país es un vocinglero funeral sin muerto porque dicen los forenses que no hacen el ridículo como analistas políticos, no puede morir lo que no ha sido parido, aunque sí se pueden velar sus restos mortales -con lloronas y rezadoras de oficio repartiendo café con piquete y pan dulce de canasto- en el herrumbroso borde de la nostalgia que, por perversión pura y dura, es usada como botadero de basura a cielo abierto por los tinterillos e historiadores reaccionarios que mendigan un rojo protagonismo sin tener méritos ni horas de vuelo en las calles. Hoy estuve velando mis ruinas, las del pasado remoto y las de hace unos nueve años, y en ese ritual irreal y absurdo aprendí que ciertas traiciones suenan a cobre en su odisea hueca, ese patético viaje en el que han cambiado sus alegres atributos por tristes tributos para aumentar su producto individual bruto. Es una simple, aterradora y maligna cuestión de cálculo bancario el que hacen quienes, botando la máscara verde que supieron cómo disimular los años previos, traicionan a su ombligo y a sus últimos testigos. Hay una guarnición de odio objetivo en eso de pensar en un funeral sin muerto, lo reconozco, pero es un odio inexpresivo y yo diría que hasta necesario para la leve salud mental colectiva en uno de los países más violentos del mundo, porque esa es la única forma de sobrevivir, temporalmente, en el país que más injustamente distribuye la riqueza de forma permanente. Sí, eso es entonces: la violencia es el TPS de los millones que se quedan a vivir acá por amor, por costumbre o por falta de recursos económicos para huir, eso es lo de menos cuando no se tiene de más. No olvido que antes, digamos un cuarto de siglo, el odio de hoy no era odio en sí, porque la lucha de clases como motor de la historia y limpiador de la escoria no tiene nada que ver con asuntos subjetivos, personales y arbitrarios. Ese odio era más bien una convicción revolucionaria leal y objetiva; era un manantial limpio, incansable, insondable y caudaloso, y yo gozaba de esa recia y bella convicción juvenil que circulaba a toda máquina por mis venas. Hay ecos de esa belleza en las ruinas que estoy velando, pero hoy esos ecos están cancelados por falta de muros donde tomen fuerza; son moho de lujuria legislativa sin lavativa ni perspectiva; son un desconsuelo ministerial sin denuncia constitucional; son candidaturas prepagadas con traiciones anunciadas.
Y pensar que no hace mucho (digamos ahora treinta años de impuestos sobre la renta de los pobres; seis ministros de analfabetismo y prevención social de la cultura; mil teletones dolosas o, en el mejor de los casos, sospechosas; y miles de sacos de dinero sin destinatarios asignados) eran destellos de utopía social; eran labios individuales que socorrían a mis labios colectivos y resecos por el miedo estructural a la represión masiva; eran pechos frondosos que se encontraban con mis manos y mi boca como dos pétalos sumisos y hermosos que se abren de par en par para recibir el sereno.
Hoy, mientras estaba dando el pésame en el funeral sin muerto, estuve velando mis ruinas humeantes, las pasados y las recientes, y, por si las dudas, fui dejando tiradas migajas de tiempo para saber cómo regresar sobre mis pasos antes de que sea demasiado tarde para todos; fui dejando minutos baldíos para las azarosas, retadoras y previsibles ruinas del futuro. Entre algunos guijarros del recelo: flores de dos pétalos y arrumacos del horror de los años oscuros de la dictadura militar que amenazan con volver por falta de sueños y huevos. En el borde izquierdo del ataúd sin muerto hay un breve derribo de fronteras y de muros del país de mierda donde las libélulas hacen guardia noche y día; los adobes y garrobos toman sol esperando el momento más propicio para burlar la vigilancia migratoria; hay ropa sucia tendida y hay días limpios de sangre; hay bancarrotas de amor y de políticos honestos que no tengan pelos en la lengua para decir lo que realmente piensan de nuestros países, al menos el tipo es el primer presidente gringo que es sincero y se disculpa por lo dicho: “Yo no soy racista. ¿Cuándo he hablado mal de esos pueblos de mierda?”; lascas de pánico colectivo en las miradas que adornan las calles repletas de indigentes y comerciantes de las carencias; pasiones añosas en los que van de salida por la entrada; sentimientos viejos y artríticos que simulan ser jóvenes y ágiles y sabios. Hay ropita limpia tendida y hay días sucios de corrupción por imitación o por envidia, eso no tiene importancia a la hora de sumar tres ceros en la cuenta bancaria.
Hoy, postrado frente a la tormenta de la desilusión utopista, estuve velando mis ruinas y rezando el “yo pecador” sobre un ataúd rústico sin muerto; velando mis ruinas con cristiana resignación, las del pasado y las del presente, y, la verdad, no pude distinguir entre unas y otras porque los escombros de una revolución social no entienden de períodos menstruales ni daños anales.
Esas ruinas entrañables, secuela inequívoca de lo que quedó de mis demoliciones, no me sirven hoy como hoja de vida y, como ruinas, me desilusionan por completo porque son tan solo una parte de mi conciencia que ha emigrado de mí como el pellejo de una serpiente o, si tengo mejor suerte, son como la mariposa que abandona a la oruga para darle valor a las arrugas.