Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech,
Desde Comala siempre…
Pocas personas recuerdan los hechos violentos que ocasionó F. T. de niño, tal cual los evocaban sus hermanas, la mayor y la menor. Acaso, como los sucesos claves de toda historia, ese período formativo debía olvidarse para que la armonía sustituyera los brotes viriles de violencia doméstica. En el hogar, surgía de su hombría incipiente hacia ambas mujeres que lo rodeaban. F. T. valdría en prototipo de una generación nacida del furor entre iguales, ahora sin archivo.
La mayor se quejaba de un lóbulo desfigurado por un jalón de arito en el izquierdo, cuando de niña la agredió sin más razón que escuchar cuentos de hadas al lado de la abuela. Al verla consentida, quizás, al muchacho lo embargó un ataque de celos. A la joven le parecía que las figuras bestiales de las fábulas no eran falsas. En realidad, las encarnaba la insolencia de su hermano varón cuya continua ofensa le dibujaba el cuerpo de señales que la distinguían como hembra. “Orejona y chichuda”, la llamaba según expresiones escolares que aprendía a una corta edad en el colegio.
Esa corazonada, la mayor la comprobó años después que la menor quedó desfigurada del dedo cordial izquierdo. Los juegos infantiles más nimios se volvían pleitos sin sentido que sólo los reconciliaba su amor mutuo por escalar árboles frutales. Por tal manía de micos, el evento más trágico sucedió el día en el cual, subido al mango manila, la menor lo urgió al almuerzo. Receloso, F. T. bajó del árbol para entrar de manera brusca por una puerta que, al cerrarse, le machucó el dedo a la hermana. Adolorida y llorosa, la tinta roja marcó el trayecto al hospital donde, sin delicadeza, el médico le cosió el lóbulo superior en chipuste. El bolillo de marimba la obligó a guardar reposo con la mano sangrienta levantada, frustrándole su anhelo de belleza perfecta. Por fortuna, una manicurista le realizó la labor estética de un cirujano al enderezarle la uña tan chueca y escindida como el amor que le profesaba a su hermano.
A F. T. los estudios en un colegio de varones no le facilitaba el trato doméstico con las hembras. La educación siempre implicaba forcejeos verbales y físicos con los compañeros de aula y cotejos humillantes con los mayores, quienes imponían su ley por la lucha de grados. En el recreo, resultaba tan exacerbada como la de clases. Simple espejeo, clases de violencia – violencia de clases, didáctica la una, injusta la otra. No había clases sin violencia como violencia sin clases. F. T. solía preguntarse por qué razón si la rudeza sucedía entre iguales quedaba sin más registro que la ley establecida por la educación de varones, mientras de actuar contra un inferior recibía el nombre de hecho histórico. Pero ese afán inquieto lo inculcaban las clases —matemáticas, biología, etc.— en las que debía sobresalir. Las de deportes, en las que se competía fervoroso por ganar. Las clases elementales moldeaban la palabra clave que con los años cambiaría de sentido, al científico y verdadero. Tan exacto que borraría el original. Las clases violentas y formativas de un carácter escolar a disciplinar. Tal cual lo testimoniaban aquellos cantos que incitaban la furia del contrario. “Sihuanaba jiotosa, vení para acá, porque Choma quiere que lo vengás a jugar”, contra un compañero. “Por todo el oro del mundo, yo no me piso a ese León, porque tiene el hoyo muy profundo…”, contra los de otro colegio. A disciplinar en el olvido cuyo ímpetu irracional sólo brotaría, ansioso de nuevo, en una noche de juerga.
F. T. ya conocía los desmanes que provocaba de ingerir alcohol fuerte, por lo que se limitaba a beber cerveza y vino. De adolescente, las borracheras formativas consolidaban lazos de amistad tan sólidos y diáfanos como el aguardiente que apenas diluían en gaseosa y limón. Sus excesos le valieron el mote de “boloco” por borracho y loco en situaciones desenfrenadas, pese al júbilo que arrebataba a sus amigos, azorados también por el licor y la jodarria. Como toda acción puntual, el apodo efímero luego lo ocultaron los persistentes ruidos guturales que, heredados del abuelo, resonaban durante el silencio de las clases. “Sapo, sapiro”, lo llamaron por su constante croar en un recital de honda angustia. De una pena inarticulada.
Empero, esa noche de 1988 lo sedujo una botella de mezcal oaxaqueño que flameaba entre las manos de su hermano menor. Aunque ya no vivía en la amplia casa familiar, se hallaba de visita por unas semanas. La madre la había ensanchado, mandando a construir dos apartamentos a desnivel, bajo la loma de la vivienda principal. En el de arriba habitaba la hermana, al fondo, el hermano. La madre enferma, la hermana subió a cuidarla, mientras los varones permanecieron rumorando el mezcal entre recelos caseros. Se tratara de rencillas por una infancia y adolescencias conflictivas, o recelos por el uso de los bienes familiares, el estallido fue brutal. Borrachos y enardecidos, ambos hermanos destruyeron los vidrios del apartamento a lo alto. La quebrazón sucedía al mismo ritmo que los helicópteros bombardeaban el cerro de Guazapa, según los “vuelos de la muerte”. A matices en tornasol, la misma guerra fratricida acudía adentro y afuera. F. T. intuía que ningún compromiso político en lo público haría variar lo privado. La mujer administraba la economía burguesa del hogar, mientras el varón se lo reprochaba, por razones superiores de utopía o de izquierda revolucionaria.
A la madre le pareció que los hijos reiteraban las malandanzas de sus hermanos quienes, entre borracheras y jolgorios, habían dilapidado la fortuna familiar y arruinado toda vida profesional. De rodillas, casi en llanto, les rogó que se disculparan con su hermana y calmaran los ánimos para vivir de nuevo en familia. Obviamente, ningún varón limpió ni pagó los vidrios rotos. Por derecho natural esas tareas no les correspondían, pese al hipismo del uno o al marxismo del otro. El incidente pasó desapercibido debido al interés científico de los hombres y a la armonía doméstica que anhelaban las mujeres. F. T. salió del país y, años después, al volver a encontrarse con su hermana, al disculparse del incidente, advirtió que el olvido había solventado una nueva concordia.
—Como me volví tu amiga, se me olvidó por qué razón nos peleamos, le aseguró su hermana. “Vos de seguro ya ni te acordás pues andabas bien bolo.
Si el olvido añejaba la esencia de la memoria, lo íntimo ahondaba la guerra civil hacia los confines del alma. Del alma atormentada y oscura en su denuncia de los abusos públicos. El suceso en el silencio certificó que los sentimientos carecían de historia, ya que pertenecían al dominio de la ficción. Sólo los hechos relevantes sin un sentido vivencial los registraban los anales al certificar su veracidad.
Reconciliado con ambas hermanas, F. T. pensó que en el futuro impartiría una cátedra intitulada “Política de los sentimientos”. De esas vivencias íntimas, su realidad sólo la certificaba la utilidad política por ascender al poder. Heridos de afrenta, los afectos revelarían hechos bloqueados por “los monstruos” añejos cuyo resguardo le corresponde al cancerbero de “la razón”. Ese tirano jamás permitiría que el desamor emigrase “de la locura a la esperanza”.