EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA
Por Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
El salvadoreño:
Impresión de balbuceo.
Debo insistir en que, en estos precisos momentos, el hombre salvadoreño vive una etapa existencial. La perentoriedad, la contingencia, el hoy mismo, la incertidumbre, son las categorías de las que se nutre su cotidianidad. Aplica en los salvadoreños, aquél “vivamos la flor del instante; la melodía de la mágica alondra cante la miel del día”, como dejó dicho Darío en su poema.
El existencialismo es una condición de la existencia, y tiene unas categorías que lo van dibujando claramente: La tristeza, la angustia, la duda, la carga, e incluso, yendo a extremos como los de sus más grandes representantes, hombre arrojado-ahí, ser caído, pasión inútil,…. Característica de esta corriente filosófica es el renovarse en el tiempo, por lo que es siempre actual, con lo que se hace clásica. Su irrupción fuerte en la sociedad, específicamente la europea, se da en el siglo anterior, y, sobre todo, en su segunda mitad. Allí, Sartre, Camus, Simon de Beauvior, y otros grandes representantes, logran influenciar a sus sociedades con sus posiciones existenciales.
Gabriel Marcel, (París, 1889-París, 1973), fue uno de ellos; se dice que fue el iniciador del movimiento en Francia, con la publicación de su artículo “Existencia y objetividad” en 1925. Habrá que señalar que ya en 1902, Antonio Machado, en España, había publicado poesía existencialista, y también que Miguel de Unamuno, en 1912, lo había hecho con “Del sentimiento trágico de la vida”, después de haber leído, en perfecto danés, a Kierkegaard, una de sus mayores influencias.
Marcel habla de la existencia como una experiencia personal intransferible. Por eso, la tristeza que genera, una de sus más agudas categorías, no puede tener una solución en el otro, sino una solución en mi ser; pero como el ser no es ser, no puede haber solución a la tristeza. La tristeza de Marcel, pues, se revuelve y surge de esa lucha estéril entre la desesperación y la esperanza por lograr el ser.
En Marcel, la pregunta vital es “¿Qué es el ser?”, o, de otra manera, “¿Qué soy yo, que se pregunta sobre el ser?”. Algo así había asentado Heidegger, cuando afirmaba que “el hombre es el único ser que se hace la pregunta por el ser”.
En una crítica a todos los existencialismos, Maritain funda su objeción en la oposición de las dos actitudes de espíritu con que el hombre debe enfrentarse a la realidad. Por un lado, la actitud del buscador de causas: Minerva frente al cosmos; por otro lado, la del combate dramático por la propia salvación: Jacob en su lucha con el Ángel: Una actitud esencialmente filosófica, y otra esencialmente religiosa. Para, con ello, poder encontrar una respuesta explícita al inevitable buscar humano de una norma absoluta de vida, debemos buscar la forma de que se encuentren Minerva y Jacob: Si Minerva quiere hallar una razón fecunda de su cosmos, tiene que dejarse penetrar por la lucha de Jacob, fundiendo la búsqueda de las causas con el salvar su única verdad. Esa es una respuesta que debió darla el mismo Maritain, o al menos, una respuesta que provocara el inicio de su búsqueda.
¿Acaso no somos los salvadoreños una expresión de esa lucha? ¿Acaso no es el salvadoreño una mera impresión de balbuceo? ¿Acaso no el salvadoreño es una especie de indigencia elemental e instintiva de algo absolutamente consistente y significativo que constituye su ambiente y el núcleo central de lo que él es?
Pero, ¿Porqué insistir en colocar al hombre salvadoreño en ese pesimismo existencial? No es esa la cuestión. La cosa es esta: ¿Porqué, más bien, eludir esa realidad ontológica en la que la exigencia es simple y puramente “una indigencia elemental e instintiva del núcleo central de lo que se es”, como diría Marcel. Veamos:
El hombre salvadoreño se sitúa siempre entre la desesperación y la esperanza. Esto es real, verdad objetiva. La desesperación le dice que la realidad es una verificación absoluta de insolvencia, nada seguro. La esperanza le dice que en la realidad hay un misterio, y que ese es el que hay que desentrañar. Por eso, el salvadoreño está siempre aislado entre esos dos límites, bajo el impulso de su libertad. Camina siempre bajo la presión de la incertidumbre de no saber hacia dónde camina, pero con la esperanza de que con su caminar ha de llegar a dónde busca ir. Esa es una condición de absoluta existencialidad. Va, y siempre ha de llegar, aunque no sabe por dónde ir y porque quiere ir hacia donde quiere ir. Hay siempre, dentro de él, “una impresión extraña de que se lleva a cabo un trabajo como de resistencias enmarañadas o comprimidas…..impresión de cauterización interior continua”, como diría Marcel. El salvadoreño siente la necesidad de algo fundamental que constituya su mundo y lo constituya a él; eso lo hace ser, a la vez, un problema y un misterio, y así va, pues, siempre, mordiendo lo real, a zarpazos, en un esfuerzo grave y difícil de vencer el camino que tiene por delante, que es precisamente no saber cuál es ese camino.
Decía Kierkegaard, casi proféticamente, en su obra “O lo uno o lo otro”, conocida como “O, O”, que “Nuestro tiempo pierde lo trágico, y gana la desesperación”. Marcel va como recogiendo y comprobando lo dicho por el danés padre del existencialismo. Y Sartre, viendo al hombre en su “desesperación de arrojado-ahí”, viene a sustentar también lo dicho por Kierkegaard y Marcel. Somos representantes de la desesperación, y por eso, somos a la vez, problema y misterio; esto es, somos asunto de la ciencia y asunto de la ontología. Y así deberá ser siempre.