@renemartinezpi
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Llevo diez minutos, medical con todos sus segundos, medical ante la pantalla virgen de mi computadora y aún no sé cómo romperle el himen, ni cómo emboscar las palabras adecuadas para iniciar el relato, porque en esta ocasión no se trata de su significado de diccionario, sino de su tamaño ideológico-literario. En estos diez minutos de ignoto titubeo, o de ineludible respeto, al menos una persona ha ojeado, perpleja, el libro: “Las venas abiertas de América Latina”, o se ha enterado de la muerte de su autor. No obstante ser -según consta en los anuarios más rigurosos de la modernidad y en las memorias de fuego de mi abuela- el Eduardo más importante de la cultura planetaria, cuando uno escribe su nombre en el triste buscador de Yahoo! éste aparece en un infame quinto lugar, después del nombre de cantantes y actores de poca monta y cero impacto cultural: Yánez; Verástegui; Capetillo y Palomo, lo cual es un insulto sin perdón ni pruebas de descargo. Google se salva. Y es que después de su obra, tan vital como magistral; después de sus pañuelos blancos ondeados desde las riberas de un libro no escrito: todos los días son, simplemente, “un día de estos”.
Un día de estos, pero de hace muchos años (esas confusiones de tiempo-espacio son comunes cuando se vive en cautiverio o en las puertas de la casa de empeño) el Dios de la lluvia -desde el exilio al que, sin posibilidad de obtener “libertad bajo palabra”, ha sido mandado por el Dios de los blancos- señaló nuestras tierras con el índice de la mano izquierda y le encargó a un ángel del altísimo e impenetrable cielo que eligiera un mortal, al azar, para que preparara un informe detallado de América Latina y su gente.
No lo hizo por baladí curiosidad, ni por hastío mal intencionado. Lo hizo para tener a la mano un inventario general de los bienes de los parroquianos más ricos y, de alcanzarle el tiempo y las ganas al redactor, tener un recuento somero de las carencias de los súbditos más pobres, a partir de lo cual decidiría si hacer una autopsia, una exhumación o una resucitación de este territorio en el que los bueyes hablan y los cerdos tienen guardaespaldas.
Y esa fue una decisión que terminó favoreciéndonos a nosotros, los que no podemos olvidar, porque el ángel, sin más criterio que el sagaz instinto del cazador implacable, escogió como biógrafo de estas tierras del patrón a un tal Eduardo Germán María Hughes Galeano, y el recuento que él hizo -haciendo del año 1971 el equivalente general y específico de todos los años idos y por venir- no sólo fue del inventario de los bienes suntuosos de los pocos parroquianos de buen vivir y mejor comer, sino también de los almarios decaídos de los muchos despojados que viven, medio muertos, con las venas abiertas.
Ambos informes fueron tan detallados como dramáticos. Y a partir de eso la historia fue contada desde las víctimas, no sólo desde los victimarios. La verdad: no había nadie mejor que él para escribir ese detallado informe sobre una América Latina tan mágica y buena como cruda y mala, aunque no escribió: ofrendó; se ofrendó al pueblo.
Él, blanco y macho pero no militar ni rico; él, calvo y comprometido pero no político ni cura escatológico, escribió sus libros como antídoto infalible de la amnesia de las cosas, de la gente y del tiempo. No fue, para suerte nuestra, historiador ni burócrata. Fue un escritor unánime sin pretensiones de derechos de autor –porque no creía en la privatización de la cultura y de los imaginarios- que se sintió retado a un duelo a muerte por el enigma económico de la explotación consuetudinaria y la mentira cultural de la sonrisa capitalista; un prestidigitador de la palabra que quiso que el presente dejara de ser una espinosa y ritual expiación del pasado y sus momias doctorales sin pecados de lesa humanidad y que, a fuerza de metáforas punzantes y verdades tajantes, imaginó el futuro como un hecho público en beneficio de todos, en lugar de aceptarlo, con cristiana resignación, como un acto privado en beneficio de unos pocos afortunados; un cazador de lamentos agudos y de protestas esdrújulas sin destinatario, esas protestas vocingleras e infecundas que, desde hacía siglos y hasta nuestros días, están desparramadas por ahí durmiendo el sueño oxidado de los tontos, no obstante el venéreo estruendo del conflicto armado al que, por razones político-religiosas, están condenados a sufrir los pobres: el conflicto más conflictivo de todos los conflictos debido a que no tiene fecha de caducidad ni acepta devoluciones; el conflicto que usa más dinero, extraído de los que son sus bajas reales en el campo de batalla más grande del mundo; el conflicto más letal; el conflicto más sutil sin dejar de ser el más cruel.
Ese conflicto genocida (el mayor asesino de la historia universal, sin duda alguna) es la democracia electoral de los pobres y tiene, como afirmó Galeano -después de ocho horas de estarse abriendo las venas frente a la página en blanco- sus propios campos de concentración: “los Auschwitz del hambre”; tiene, agrego yo, sus propios nazis: los ideólogos del fraude que ponderan los votos según la procedencia económica; tiene sus propias armas de destrucción masiva: el hambre, el desempleo, la corrupción, el consumismo y la ignorancia. Ese conflicto (en el que, al nomás ser escogido por el ángel, se enlistó Galeano, pero del lado del pueblo) tiene su propio purgatorio de purificación de las almas: la caldera de la tradición de sometimiento en el que, a fuego lento y sin sal, se sancocha el cuerpo-sentimientos de los súbditos de las tiranías.
Galeano escribió “Las venas abiertas de América Latina” con las venas abiertas, porque cada página es, para combatir las paradojas con una paradoja, un diminuto suicidio y resurrección del espíritu. Y no podía ser de otra forma porque el paisaje que retrató, a puras palabras, muestra millones y millones de casas –y muchos millones más- como vacíos pellejos de perros callejeros muertos de inanición.
Sí, con las venas abiertas y los puños cerrados como nudos ciegos, porque para él la literatura, al comprometerse con los pobres, es como un suicidarse, es como un torturarse… y porque se vació de si mismo en cada palabra de denuncia que adoptó en el hospicio de la amnesia para darles un nombre propio.