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Galeano: el cazador de palabras (2)

@renemartinezpi
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Galeano, recipe ambulance el cazador de palabras fulminantes que no eran (ni son) malas o buenas, definió sus escritos como un “tormento del culo” y una fiesta de la mano, una mano prodigiosa que -con voluntad propia, pero sin divorciarse del cerebro- garabateaba papeles, ideas y hechos históricos, acto creativo del que fueron testigos silentes todas las bibliotecas de este mundo… y del otro; acto del que fueron sus informantes clave los cuerpo-sentimientos de este mundo que parecen ser del otro.

Y si el pueblo es el coro y marcha triunfal de los héroes revolucionarios que usan la pluma, el dibujo, el voto prohibido o el fusil para construir utopías, entonces Galeano es uno de ellos junto a: García Márquez; Roque; Saramago; Benedetti; Quino; Farabundo; Monseñor Romero; Fidel; el Che; Prudencia Ayala; Hugo Chávez; los niños de la calle que hacen de la sonrisa un secreto de la basura; las mujeres de las maquilas que crían a sus hijos con salarios de hambre y todavía tienen la ternura suficiente para darles el beso de buenas noches; los estudiantes que le sacan la lengua a la injusticia y a los tiranos sin temerle a las balas ni a los barrotes. Y son héroes del pueblo porque, a diferencia de los ignorantes con título que reciben ya hecha y masticada la historia, ellos la edifican usando las memorias de fuego como ladrillos y la sangre del suicida altruista como vigoroso cemento.

Eso convierte a los primeros (muchos de los cuales –hay que decirlo con hondo pesar y confusión escatológica- son premiados por los burocráticos entes educativos y culturales) en usurpadores de la memoria, en ladrones confesos de la palabra y los mitos emancipadores, en corruptores impunes del imaginario popular; y, a los segundos, en libertadores del recuerdo, en emancipadores del sujeto y del verbo porque buscan otro predicado; y en curanderos vitalicios de la identidad cultural, al hacer de la utopía interina la patria permanente de mañana.

Y si con García Márquez descubrimos, atónitos, el realismo de la belleza mágica y cruel de estas tierras preñadas con la hojarasca de militares tiranos, empresarios filibusteros y políticos fosforescentemente pendejos y flatulentos, con Galeano, América Latina descubrió que la lucha por su libertad empezó el día que supo que tenía las venas abiertas y los ojos cerrados; el día en que descubrió que la historia pasada está patas arriba y que la realidad presente anda cabeza abajo debido a que tiene la memoria llena de sifilíticos olvidos. Pero la oxidada amnesia colectiva sigue siendo el triste y sodomizado indulto de los países pobres, por eso la historia oficial que sobre ellos nos cuentan los historiadores del alpiste es un museo de momias y una bodega enorme e inexpugnable de expropiaciones constantes que son convertidas en símbolos nacionales, pero no de la nación, sino del capital: es más hermosa una gélida vitrina de almacén carero, que la flor de izote que crece libre e incondicional para saciar los ojos y el estómago del peregrino; es más alegre el tropel esclavista de la maquila que el canto del torogoz; es más placentero el hipermall en el que la economía nos muestra lo que no podemos tener, que la sombra unánime del Maquilishuat que nos espanta el sol de la cara; es más grande y venerada la bandera de la Coca Cola que la bandera nacional.

Las historias de Galeano son, sin querer serlo, un sumario sociológico sobre la realidad real, porque son historias con compromiso social y, por eso, hablamos de él en pasado y presente –como si, en un acto de nostálgica protesta, no quisiéramos aceptar su muerte- porque su obra está más allá de los hechos biológicos y cronológicos de los mortales. Sus densas historias son, tal cual deben ser, historias subjetivas escritas a mano por alguien que no creyó en la neutralidad insípida ni simuló practicarla –pues es imposible- porque estaba consciente de que esa es una falacia burguesa que tiene código de barras. La burguesía siempre ha sido coherente con sus falacias sobre la objetividad, por ello contrata a maestros e historiadores reaccionarios para que escriban, enseñen o cuenten la historia oficial y considera un acto de traición buscar a intelectuales o académicos de izquierda.

Lástima que, no obstante saber que tenemos las venas abiertas desde hace siglos, algunas izquierdas no han comprendido esa coherencia ideológica que sustenta a la hegemonía y, de facto, premian a los ladrones de la palabra y a los usurpadores de la memoria para no trastocar una gobernabilidad que no pasa del corredor. Los súbditos gratuitos del capitalismo ocultan su sumisión aludiendo que “a todos hay que darles la oportunidad” o argumentando que “vale más un título académico que la ideología”, confundiendo, así, la inclusión social con el ingenuo “borrón y cuenta nueva” que, poniéndole fin a la historia y la ideología, olvida: masacres, cárceles clandestinas, desaparecidos, escuadrones de la muerte, robos al Estado, fraudes, exilios, privatizaciones… o sea que olvida o escupe a los mártires de la revolución social.

Por ello, la recuperación de la palabra robada es un desafío de la fe y de las metáforas. Y es que la realidad habla, cuando habla, un lenguaje de símbolos que sólo el compromiso social puede decodificar, en el que cada parte es una metáfora del todo, pero desde adentro hacia afuera; y cada parte es una pieza del gran rompecabezas de la historia colectiva. Esta historia que grita, se rebela, toma las armas y retoma la lucha de calle ya no es “otra historia”, es: “la Historia” que tiene como bibliografía las tétricas imágenes de la pobreza y represión. Esas imágenes (que, por incivilizadas, parecen extirpadas del Antiguo Testamento de la América Latina que descubrió Galeano) son, en verdad, retratos de la condición humana en el siglo XXI, son los símbolos de la Edad Media que vive nuestro continente en plena modernidad, que no es el Primer Mundo, ni el Tercer Mundo, ni el Enésimo Mundo. Desde su intenso silencio, esas imágenes, esos retratos, esos símbolos, esas palabras desenterradas por Galeano cuestionan las hipócritas fronteras que ponen a salvo al orden burgués y custodian su derecho al poder y la herencia. Más parecen ser la crónica infinitesimal de un crimen sin castigo del que se hace del ojo pacho la sala de lo constitucional… la de aquí y la de allá y la del más allá: total, son la misma vaina –diría, mi abuela.

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