René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Y entonces dijo, quedito -como si estuviera dando la noticia de un secuestro- que ningún lugar es más triste que una cama vacía, y eso es cierto, sobre todo cuando se trata de la cama del escritor más entrañable, quien, como Juvenal Urbino, fue capaz de conquistar a todo el ser humano que se puso enfrente de sus libros. El 6 de marzo de 1927 nació, en Aracataca -un lugar prácticamente desconocido hasta que todos lo conocimos a él- el escritor más nutritivo y fascinante del planeta, y el haber escogido nacer ahí -y no en Paris o en Nueva York- fue una irreverencia enérgica, una paradoja propia del realismo mágico. Homenajear al Gabo -así le decían sus más cercanos- nos obliga a usar sus propias palabras, porque son sus palabras las que nos definieron a muchos de nosotros. A García Márquez lo queremos no por quién era como identificación social, sino por quiénes somos nosotros como identidad sociocultural desde que fuimos hechizados con sus relatos que -sin miedo a las palabras ni a la patética Real Academia de la Lengua Española- hablaban de personas sin culo y pensionados comiendo mierda. Sin duda alguna, los seres humanos como él no nacieron para siempre el día en que sus madres, bajando todos los santos del cielo, los alumbraron, sino que nacieron, para siempre, cuando la vida los obligó a parirse a sí mismo, una y otra vez, a través de sus novelas y cuentos fuera de este mundo, y del otro, ese otro mundo que conocimos con el nombre de Macondo.
Con García Márquez, aprendimos que nadie debe conocer su sentido de la vida mientras no haya cumplido cien años de soledad en un mundo en el que, precisamente, impera la soledad más solitaria, no importa si estamos todos juntos, codo a codo. Hace siete años decidió convertirse en el muerto más hermoso del mundo -un muerto que nunca morirá- y, luego de su partida física, comprobamos que la peor forma de extrañar a alguien es estar sentado a su lado leyendo sus libros y saber que nunca lo podremos tener de nuevo inventando otros relatos que nos relaten. Y es que la vida de los intelectuales como García Márquez, cuando la comprendemos desde la literatura que parieron para parirnos a nosotros, no es más que una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir, ya sea venciendo día a día las crueldades de la cotidianidad, o escribiendo y escribiendo sin parar, día y noche, como si de eso dependiera la vida y la memoria de la vida que está asilada en el corazón. Está claro que recordar es fácil para el que tiene memoria y olvidar es difícil para quien tiene un corazón que ha sobrevivido al amor en los tiempos del cólera, de las dictaduras y de las traiciones al pueblo en medio de señores muy viejos con las alas enormes y sin tener a nadie que nos escriba.
Cuando García Márquez redactó sus novelas y cuentos se ganó el derecho a mirarnos hacia abajo porque, con cada una de ellas, nos ayudó a levantarnos del suelo; nos sacó de la hojarasca de una realidad muy dura con los desposeídos, y lo hizo justo cuando habíamos perdido, en la espera de un mundo mejor, la fuerza de los muslos, la dureza de los senos, el hábito de la ternura, la belleza imaginaria de los pies de los lirios… pero, sin saberlo nosotros, aún conservábamos intacta la locura del corazón que se encuentra en el relato de un náufrago que aún llora los funerales de la Mamá Grande. Con cien años de soledad nos sacó de la soledad; nos sacó del prolongado cautiverio en el que vivíamos; nos espantó la densa incertidumbre sobre el mundo que mirábamos con ojos de perro azul y en el que éramos la Cándida Eréndira que, como abuela desalmada, tenía a los gobiernos de turno; nos reventó el mal hábito de obedecer a ciegas, hábito que, con su mala hora, había resecado en nuestros corazones las semillas de la rebeldía propia de los febreros.
Con sus escritos, la nostalgia se convirtió en un recurso continental del imaginario, porque ese tipo de nostalgia que sólo es posible en el realismo-mágico -y en las rebeliones electorales- nos hace borrar los malos recuerdos y magnificar los buenos mientras nos alquilamos para soñar que otro país es posible, que otra región es posible, que otro mundo es posible, un mundo que haga suyo, y haga colectivo, el olor de la guayaba madura que nos invite a darle pan al que se muere de sed, debido a que, se los juro por la diosa coronada, seremos hombres pobres con dinero y la felicidad nos durará tanto como nos dure el amor por un país que no esté condenado a sufrir en tierra propia la tercera resignación. Con la hojarasca de sus palabras, García Márquez -ese demonio de las palabras al que le creímos hasta las mentiras- demostró que la literatura no es más que carpintería fina y, al estar en eso de clavar sílabas, serruchar símiles, barnizar gerundios y fabricar mecedoras con la madera de sándalo de las metáforas, dejó absolutamente claro que él fue uno de los mejores carpinteros, quien -como si fuera Fermina Daza- tenía la capacidad de reconocer el aroma de cada palabra.
Si alguien fuera de sus cabales me dijera, refiriéndose a la obra de García Márquez, que la fascinación que provocó en mí no se come, yo tendría que recurrir a las palabras del coronel y le respondería: no se come, pero alimenta.