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GENEALOGÍA

Gabriel Otero
IDENTIDAD

Mi nombre es Gabriel Otero, nací en San Salvador, El Salvador, el 19 de septiembre de 1965, soy el menor de seis hermanos: Nora, Diana, Julieta, Julián y Mario, nótese que desconfío en lo políticamente correcto de escribir “hermanas y hermanos”, el lenguaje es como las orillas del río cuando sólo se dice y no se siente, en otras palabras, como afirman en mi tierra, las palabras se viven y no cuentan cuando caen de bruces de los dientes hacia afuera, entiéndase hacia adelante.

Soy hijo de Julián Otero y Luz Espinoza, conocida en la alcaldía de Sensuntepeque, Departamento de Cabañas, por Lucinda Pocasangre o Lucy de Otero, ¿o al revés? que rollo esto de la legitimidad de los hijos, ahora resulta que porque mi madre nació fuera del matrimonio, aunque haya sido reconocida por el jinete alado y de lado de mi abuelo, no soy ni me apellido como siempre me he apellidado porque no es conveniente para las próximas elecciones y hay que recaudar impuestos de la nada en juicios de identidad vacuos para contribuir a la preservación del partido en el poder cuando menos dos décadas más. Cambiemos la historia, comencemos por nuestros nombres, mientras tanto que nos maten en las esquinas.

Me enorgullezco de mi linaje: soy lo que llevo puesto, un cúmulo de experiencias maduras para caerse del árbol, creo en el amor que traspasa dimensiones y en la energía, o la idea de esta, llámese alma, luz, esencia o hálito.

El mejor legado de mis padres fue la educación, no hablo de la tradicional, que gracias a ellos tengo, sino a ese cultivo de la razón y la sensibilidad que nos hace distinguir lo bueno y lo pútrido del humano.

Es difícil desnudar cinco décadas y ocho años en unos cuantos párrafos, es un intento arriesgado el sopesar las vivencias, ponerlas en la balanza y priorizarlas: desde su carácter íngrimo todas son importantes.

Mi primera influencia fue Bugs Bunny, también mi primera frustración, por más que escudriñé nunca encontré su madriguera en la Alameda Roosevelt, la busqué desde la 25 Avenida Sur hasta el Boulevard de Los Héroes, la abuela Ángela me dijo que estaba un poco más arriba a la orilla de alguna palmera en el Salvador del Mundo.

Mis vicios los adquirí a la mayoría de edad, el cigarro es el peor de todos. Los hábitos, en cambio, se me fueron forjando desde que tengo uso de razón, uno de ellos es la lectura, aunque debo confesar que ya no leo con la misma avidez de antaño.

De niño leía todo lo que se me atravesara: la sección amarilla, las enciclopedias, los diccionarios, los periódicos y las revistillas con dibujos, tenía colecciones de “paquines” (historietas les llaman en México) y mis primeros encuentros con la literatura fueron las novelas de Verne y Dickens y los poemas de Ernesto Cardenal.

Comprobé que la luna no era de queso al leer de “La Tierra a la Luna”, me creí el Capitán Nemo en “La Isla Misteriosa”, me pensé huérfano como “Oliver Twist” y personifiqué a Baal postrado ante la imagen difusa de Dios como el ángel caído.

Que poderosa es la literatura, una buena narración es capaz de transformar al mundo y un excelente poema nos remite a lo que somos: esa masa de carne y hueso con alma y ganas de trascender los recuerdos.

Pero yo, en el fondo, era un melómano rampante, mis gustos musicales se fundieron entre lo clásico y la rebeldía: Bach, Black Sabbath y Ten Years After o Tchaikovsky, Pink Floyd y el diablo con vestido azul, aún recuerdo las sesiones didácticas con mi padre cuando me contaba sobre la resistencia del pueblo ruso, tenacidad de toda la vida e inviernos conocidos derrotando a Napoleón en la Obertura de 1812.

Mi otro mentor en estos menesteres sónicos era mi hermano mayor, el loco querido, yo lo miraba extasiado contemplando el lado oscuro de la luna mientras retumbaba en las bocinas música extraña, letras que no entendía, pero que hablaban de insanias, amores, desencantos y suicidios.

Como travesuras estelares me encantaba jugar con las agujas de diamante del tocadiscos que sustraía con precisión quirúrgica, fechoría  que mis padres atribuían a mi otro hermano, el de en medio, hasta que fui descubierto con el delito en la mano; y, además, me fascinaba abrirle la puerta a la jaula de canarios y pericos australianos para verlos volar en desbandada.

Descubrí mi vocación sibarita cuando probé el mole, ese sincretismo de sabores eclosionando en las papilas, ahí supe que la comida es algo más que una necesidad, es la delicia de estar vivo.

Padecí de todas las enfermedades conocidas, según cuenta la familia estuve a punto de morir a causa de meningitis, el cura Gonzalo llegó a darme la bendición y los santos óleos cuando yo estaba sumergido en una inconsciencia profunda, y nadie se explica las razones por las que desperté. Durante años la familia creyó que el suceso había tenido secuelas: las temperaturas elevadas me ocasionaban delirios y pesadillas para las que el Dr. Robert me recetó copiosas dosis de Valium.

Siempre fui muy distraído, andaba absorto pensando en cosas que realmente me interesaban, aún hoy, hay amigos que pueden pasar a mi lado y yo rara vez me percato.

CONTAR HORMIGAS

Cuando se tiene corta la edad y el tiempo de sobra, uno se puede dar el lujo de contar lo que sea: los coches rojos que pasan en la calle, las hormigas cafés y negras dirigiéndose a su laberinto y los días que faltan para llegar a la navidad.

De adulto, cuando se acortan los años, se hace el recuento de las cosas que falta por hacer o las que nunca se hicieron, aunque suene a filosofía barata, a mayor experiencia menor es el tiempo de vida.

En diversas etapas quise ser ingeniero agrónomo, futbolista profesional y piloto. El amor al campo me brotó entre las orejas cuando acompañaba a mi padre a las granjas avícolas de su empresa en Sonsonate y Santa Ana.

Los sábados, él y yo, salíamos de la casa muy temprano a desayunar en Lourdes: frijoles negros, queso, crema fresca, plátanos fritos y pan de pueblo, manjares que nos sustentaban hasta el almuerzo en el que nos servían bistec con carne de becerro nonato y papas que comíamos en algún lugarcillo de la carretera.

En Lourdes estaba la incubadora, enorme galera con separaciones y aparatos de la invención del holandés Cornelius Drebbel, donde se aceleraba industrialmente el proceso de nacimiento de pollas ponedoras  que se distribuían en toda Centro América y el sur de México.

En Santa Ana estaba Singuil, la granja legendaria plagada de árboles de morro, lodazales y piedras de río, ahí mi padre sufrió su primer infarto, uno de tantos. Cuentan los trabajadores que cuando don Julián sintió los punzones del corazón y ese dolor en el pecho, tomó una gran piedra redonda y se golpeó con todas sus fuerzas: se salvó la vida sin doctores de por medio.

Mi padre afirmaba que vivíamos del culo de la gallina, tenía razón, el gremio avícola no se preocupaba por esas nimiedades ontológicas de preguntarse si surgió primero el huevo o la gallina, discusiones tan en boga en la vigente Asamblea Legislativa, sino que sólo se dedicaba a la nobilísima labor de crear fuentes de trabajo y alimentar a la población.

Las empresas de antes, tenían esos matices aldeanos que fomentaban sentidos de pertenencia y cariño a lo que se hacía, todo lo contrario a la despersonalización que conllevan los códigos de barras y a la desvalorización de los trabajadores actuales. En otras palabras, ayer teníamos nombres y hoy somos números.

En esos años, recién se estrenaba la carretera a Santa Ana y a mi padre lo seducía la velocidad y le metía a fondo al acelerador, aquello era mejor que las carreras en Los Planes o en Merliot antes de que se construyera el autódromo del Jabalí.

Y ahí lo vimos llegando a su nido entre los peñascos: un torogoz adulto volando a baja altura.

EL VUELO DEL TOROGOZ

Desconocía que el nombrado “compadre guardabarranco hermano de viento, de canto y de luz” (1) o torogoz es un pájaro común en algunas regiones de Centro América, lo que sí es raro es que hasta 1999 se le haya ascendido a su carácter representativo y nacional de El Salvador.

Pero nadie le quitó lo maravilloso a dicha visión, el ave iba lenta, dueña de sí en la proclama de cantar su soledad y reinar en aquellos calores abrasadores.

El campo es esa experiencia gratificante que poco a poco se ha ido olvidando por el crecimiento de las ciudades y la omisión inapelable de todo lo que huela y sepa a tierra, afortunadamente salir a carretera sigue significando “viaje”, movimiento hacia otros lugares, aventuras a lo ignoto y el regreso cierto hacia donde uno viene.

El Salvador tenía ese sabor rural ruborizado por su pequeñez, el país se recorría en cinco o seis horas de occidente a oriente, de San Salvador se llegaba al puerto de La Libertad en treinta minutos y a la frontera con Honduras y Guatemala en dos horas.

Pero yo, y muchos como yo, vivíamos en una ostra confortable e ignorábamos las condiciones injustas y la represión feroz que padecía gran parte de la población, según se manejaba en los medios de comunicación todo lo que sonaba a oposición al régimen era comunista porque “UNO y comunismo son lo mismo”.

La abuela Ángela contaba historias de cómo el Gral. Hernández Martínez había huido del país disfrazado de mujer en la huelga de brazos caídos y del exterminio de indígenas en Izalco y los que quedaron vivos se escondían de sus coterráneos ladinos, mestizos negando su ascendencia morena, como pasa en gran parte de nuestras tierras en el que decirle “indio” a cualquiera es un insulto feroz.

El Salvador de mis recuerdos se ha transformado no sé si para bien o para mal, es una lástima que en un territorio que cabe en la cuenca de un ojo se desborden los odios y se asesine a la esperanza día con día.

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“El cenzontle pregunta por Arlen” de Carlos Mejía Godoy

*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

Ilustración del autor de Jonathan Juárez.

Fotografías de Gabriel Cruz Zamudio.

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