Por Mauricio Vallejo Márquez
Mis ojos estaban absortos. Nunca había visto el milagro de la germinación. Tenía unos seis años y no dejaba de mostrar mi sorpresa al ver que en aquel recipiente de cristal crecía una planta. No tenía tierra, solo algodón húmedo. Y eso bastó para que el frijol se abriera camino y surgiera su reproducción. De aquel frijol salieron muchos más. Me miraban con una sonrisa mientras me explicaban lo que sucedía. Aquellos niños que llevaban los botes con frijoles fueron generosos al explicarme el fenómeno.
Desde ese momento mi interés por la vegetación aumentó. Mis abuelos de ambas casas les encantaban las plantas. Cada uno a su modo. Mi abuelo Mauro se comprometía un poco más. Lo veía sentarse en una pequeña silla de hierro con hule mientras pasaba la Cuma procurando que la grama estuviera recta y fuera una alfombra verde. Lo observaba abonando las rosas con unas pequeñas bolas azules que yo quería para jugar. Él me explicaba que no había que ingerirlas porque eran venenosas y que mejor las dejara donde estaban, pero como era travieso en un par de ocasiones hurté unas cuantas.
Mi mamá Yuly, abuela paterna, también tenía la afición de tener plantas, de conservar jardines que crecían de la forma más natural posible y ponía empeño en mantener ordenado y en salud sus jardines. Ahí logré ver los icacos crecer. Era un árbol frutal que me impresionaba, porque siempre tenía muchos hijitos a su sombra.
Así que mientras fui creciendo los paseos me encantaban. No tanto por el destino al que me dirigía, sino por el camino. La bendición de observar el paisaje, ver esos árboles centenarios y la inmensidad del verde en el horizonte, los colores de los campos. Me preocupaba de tomar algunas semillas o piedras para llevarlas a la casa. Por mucho tiempo cuidé bonsáis, ahora no me dedico a ello aunque sigo sintiendo hermoso ver como una semilla se transforma en una planta.
Es fascinante la naturaleza. Recuerdo un día en que vi crecer un amate en un pequeño hueco de un muro. Sus raíces se extendían sobre las piedras y no tenía mucha tierra cercana, pero el árbol crecía. Existen árboles solitarios que en su soledad demuestran su fortaleza. Todos los demás no están, pero ellos siguen erguidos como un sol en medio del valle.
Así somos, como esos árboles. Una pequeña semilla que da lugar a un bosque. Todo depende de cómo enfrentemos la vida y de qué le aportemos. Una pequeña semilla puede llegar a dar una inmensa sobra bajo el inclemente sol para que vivan innumerables criaturas. El conocimiento también puede ser una pequeña semilla, que si la alimentamos y somos cuidadosos podemos llegar a ver un arbolado que reproduzca muchas selvas.
Mtro. Mauricio Vallejo Márquez
Licenciado en Ciencias Jurídicas
Maestro en Docencia Universitaria
Escritor y editor
Coordinador Suplemento Cultural 3000