Luis Armando González2
A lo anterior se suman otras limitaciones, estas sí corregibles, pero no de manera fácil. En primer lugar, los compromisos ideológicos, políticos o económicos que puedan tener (o tienen) las personas que tienen la responsabilidad de la gestión pública condicionan fuertemente sus sesgos y es bueno prestarles atención, pues pueden ir en contra del bienestar ciudadano; en segundo lugar, el nivel de conocimiento que esas personas tienen de la realidad social, ya que un pobre conocimiento puede traducirse en decisiones contraproducentes; en tercer lugar, lo lógico o ilógico de su visión de la realidad (su cosmovisión, si se quiere), que puede dar pie a una interpretación equivocada de los problemas; en cuarto lugar, el carácter de los recursos financieros, técnicos e institucionales con los que cuentan en un momento determinado para realizar sus propuestas de gestión pública, lo cual es decisivo para el éxito de cualquier intervención en la realidad social; en quinto lugar, la fuerza de sus socios y aliados, y la fuerza de sus oponentes y “enemigos”, que pueden facilitar u obstaculizar de manera significativa una gestión pública; y por último los tiempos de gobierno en una democracia, que imponen límites temporales a las acciones que se pueden diseñar y ejecutar desde la administración pública. En una democracia para cualquier gestión pública que tenga que encarar problemas diversos y graves, el tiempo siempre será poco, y solo por eso no le será posible resolver todos o la mayoría de problemas.
Pues bien, es con todos esos condicionantes y limitaciones que desde el Estado se diseñan y ejecutan acciones de gestión pública con la finalidad de incidir en (corrigiendo o intentando solucionar problemas de) la realidad social. Definitivamente esta es mucho más compleja que lo que se conozca de ella en un momento determinado; y sus problemáticas son tan intrincadas que atinarle a la solución de todas (o varias de) ellas es sumamente incierto. O sea, lo problemas sociales (y las dinámicas de la realidad social) siempre superan los conocimientos y la capacidad de intervención mediante la gestión pública. Y esta distancia es más crítica ahí donde es mayor la brecha entre el conocimiento y los recursos (financieros, técnicos e institucionales) y la diversidad y gravedad de los problemas sociales.
Ahora bien toda gestión pública, por definición tiene como finalidad incidir en la realidad social, y de muchas manares siempre termina haciéndolo. Otra cosa es que incida poco o mucho; que esa incidencia sea eficaz o ineficaz, o que la misma genere consecuencias imprevistas positivas o negativas. No tiene sentido, pues, decir que tal o cual gobierno no hizo nada, ya que en el límite por el solo hecho de constituirse y funcionar como gobierno genera una incidencia –por los recursos que consume y por las decisiones que no se toman- en la realidad social.
Dejando de lado, por tanto, la hipótesis extrema de que desde una determinada administración gubernamental no se haga nada en materia de gestión pública, en la práctica las posibilidades de intervención que se ofrecen para aquélla son las siguientes: a) buscar atacar la totalidad de los problemas sociales en un momento dado; b) elegir un conjunto de problemas para su solución; c) apuntar a un problema fundamental, a la espera de que esta gran solución sea una especie de locomotora que articule, como vagones, otras soluciones a problemas que están asociados con el problema mayor.
Se trata de tres visiones de la gestión pública, cada una con sus puntos fuertes y sus puntos débiles. No necesariamente se dan en estado puro y no resulta extraño que un determinado Gobierno las mezcle o las haga suyas en distintos momentos de su gestión, o cuando hay continuidad en el control gubernamental por parte de un mismo partido. Sin embargo, la primera ha acompañado a varias gestiones de gobierno de izquierda en América Latina. Por ideología y por una incorrecta interpretación de la teoría de sistemas (o del “holismo” como gusta decir a muchos), importantes líderes e intelectuales de izquierda han creído que desde la gestión pública se puede incidir (para resolver, por supuesto) en la totalidad de los problemas sociales.
Al obviar los recursos disponibles, las limitaciones humanas, institucionales, técnicas y temporales (además de la propensión al abuso y los condicionamientos impuestos por las relaciones de poder vigentes) les cuesta darse cuenta de que atacar la totalidad de los problemas sociales es un imposible, y que realistamente lo único que puede suceder es que la ineficacia y la superficialidad ganen la partida. Varios de los dirigentes e intelectuales de la izquierda latinoamericana no se han dado cuenta de que “el que mucho abarca, poco aprieta”. Por aquí quizás esté la explicación de por qué algunas izquierdas han dejado la sensación de no haber hecho nada: quisieron hacer tanto que al final solo rozaron en el tratamiento de todos los problemas que habían prometido resolver, con lo cual defraudaron a quienes esperaban el surgimiento de un nuevo ordenamiento socio-económico, cultural y político como desenlace feliz de esas gestiones.
Ampliar sin control alguno el abanico de los problemas a resolver cuando los recursos, las capacidades y los tiempos son limitados (y las relaciones de fuerza son adversas) no puede más que traducirse en acciones ineficaces –es decir, en una incidencia pobre- en prácticamente todos los problemas a los que se presta atención. Y claro esta como desde el “holismo” en el que descansa esa visión se cree erróneamente, que incidir en la totalidad significa incidir en todos los problemas, se termina por obviar el peso y relevancia de cada uno de ellos en la estructuración del todo social.
Desde una visión sistémica más rigurosa, se debe entender que en la totalidad no todos los componentes, dinámicas, fuerzas, etc., tienen el mismo peso, pues las decisivas (en las que hay que incidir si se quiere alterar la totalidad) son las que estructuran al todo. Eso permite identificar, no sin dificultades teóricas y empíricas, los problemas fundamentales, que tienen que ver con las dinámicas que configuran la realidad social, y atacarlos de frente, con todas las energías, capacidades y recursos disponibles.
De alguna manera, este es el espíritu que anima a quienes creen que la gestión pública no debe pretender alterar o transformar la totalidad social, sino atacar de entre un abanico amplio de problemas, un conjunto limitado de ellos que afectan gravemente el bienestar ciudadano.
No es este un mal enfoque de la gestión pública. Por supuesto que se corre el riesgo de no elegir bien los problemas a resolver o de no articular sus respectivas soluciones correctamente. Pero es una respuesta razonable, dada la complejidad de la realidad social (y sus problemas) y dada la limitación de los recursos, los tiempos y las capacidades humanas. Además quienes enfocan así la gestión pública no juegan al todo o nada: aunque no resuelvan plenamente el conjunto de problemas escogidos para la intervención pública, pueden atacarlos con eficacia y ofrecer resultados positivos a los ciudadanos.
Por último, los problemas de la realidad social se pueden atacar seleccionando uno de ellos, como el objeto privilegiado de la gestión pública. Sin duda, hay problemas cuya envergadura e impacto en la sociedad exigen una priorización casi absoluta por parte no solo de los gobiernos, sino de los Estados. Atinarle a la solución de un problema de envergadura y que esa solución sea la palanca para atender otros problemas puede ser un gran acierto de un gobierno. El riesgo es que la apuesta falle, pues eso se traduciría en un fracaso absoluto de la gestión pública. Y ello porque aquí también se juega al todo o nada. Empero, la política supone riesgos –y la gestión pública es gestión política— y hay quienes están dispuestos a correr el riesgo resolver un problema fundamental o de fallar en el intento. No es lo usual, pero sucede de vez en cuando.
En definitiva caben pocas dudas que –dados unos recursos, tiempo y capacidades limitados- lo razonable es inclinarse por elegir un conjunto limitado de problemas sociales que estén articulados entre sí, y diseñar e implementar una gestión pública orientada a su solución. Es tan razonable esta forma de proceder, que en la práctica tanto la gestión pública “holística” como la gestión pública centrada en un problema fundamental no pueden evitar (por las presiones y condicionamientos de la realidad) moverse hacia ella; y la que lo tiene más fácil es la gestión pública centrada en un problema, pues irremediablemente este se haya asociado a otros que en lo inmediato, también exigen una intervención desde la esfera pública.