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Guerra civil y Acuerdos de Paz

Luis Armando González

En recuerdo de quienes, soñando con un país mejor, quedaron en el camino.

El negacionismo está de moda y por todos lados. La versión salvadoreña se aplica a la guerra civil (1981-1992) de la cual hay quienes se atreven a insinuar que no existió, pues –según ellos— se trató, a lo sumo, de una pugna entre personas ambiciosas que estaban viendo qué provecho sacaban de la situación. Y, así, en esa lectura de la historia reciente de El Salvador, los Acuerdos de Paz constituyen una pieza más en la trama de ambiciones forjada por gentes que lo único que querían era beneficiarse de su simulacro de guerra. Siendo así como ven las cosas, su conclusión es que la guerra civil fue una farsa y los Acuerdos de Paz un trato sucio del cual lo mejor es burlarse, borrándolo cuanto antes de la memoria colectiva.

Abundan los que se sienten complacidos con este relato. Y también los que, a falta de una explicación mejor –porque quizás nunca en su vida han leído un libro serio de historia salvadoreña ni quieren hacerlo—, aceptan sin titubear lo que sea, con tal que eso les ahorre el esfuerzo de pensar y reflexionar sobre la realidad de su país. Con todo, la versión negacionista de la historia reciente de El Salvador no permite explicar algunos hechos y situaciones que sólo lo son si se los enmarca en un contexto de violencia político-militar; es decir, de un conflicto bélico que en términos técnicos se define como una guerra civil.

Lo sé: en El Salvador, después de 1992 se impuso la moda, sesgada ideológicamente, de insistir en la expresión “conflicto armado” en lugar de la expresión “guerra civil”.  Ha cobrado tanta legitimidad la primera que el uso de la segunda está mal visto. Pero este resquemor no tiene sentido, pues la expresión “guerra civil” es del todo válida cuando se trata de un conflicto armado interno a una nación. El asunto es que hay conflictos armados que no son una guerra civil, como cuando dos o más naciones se enfrentan militarmente. Más que de preferencias semánticas o ideológicas, se trata de un uso correcto del lenguaje: la expresión “conflicto armado” es más general que la expresión “guerra civil”. Y, dado que El Salvador se trató un conflicto armado interno –en el que hubo una guerra “entre los habitantes de un mismo país” (RAE)— lo que hubo fue una “guerra civil”.

Pues bien, sólo aceptando la realidad de una guerra civil en el país es que se pueden entender hechos y sucesos que, de otra manera, no habría manera de explicar y comprender.   He aquí algunos de ellos:

  1. a) los operativos militares de envergadura denominados “Torola” que involucraron a miles de efectivos de la Fuerza Armada y que, entre otros impactos sociales dolorosos, provocaron la huida de habitantes del norte de Morazán hacia Honduras (Colomoncagua) y la masacre del Mozote y lugares aledaños;
  2. b) los operativos militares gubernamentales en el Nororiente de Chalatenango, que dieron lugar a la masacre del Sumpul y a la huida de pobladores chalatecos hacia Honduras (Mesa Grande);
  3. c) el derribo, por parte de la guerrilla del FMLN, del Helicóptero en el que viajaba el coronel Domingo Monterrosa (precisamente, en el marco del operativo “Torola IV”);
  4. e) el asesinato de los jesuitas de la UCA por parte de miembros del Batallón Atlacatl, en el marco de una fuerte ofensiva de la guerrilla del FMLN, en 1989;
  5. d) la millonaria ayuda militar, económica y logística, por parte de E.E.U.U. a los gobiernos salvadoreños (entre 1981 y 1991);
  6. e) el crecimiento, fuerza militar y presencia en distintas zonas del país de las guerrillas del FMLN;
  7. f) los enfrentamientos militares constantes entre las guerrillas del FMLN y tropas del ejército salvadoreño;
  8. g) la inmersión del país durante más de una década, en su economía, su política y dinámicas sociales en la lógica de la guerra;
  9. f) los esfuerzos de la ONU, las Iglesias católica y luterana, la UCA y otros sectores para terminar con la guerra civil por una vía negociada.

 

Por supuesto que se pueden añadir más hechos y sucesos que sólo tienen sentido si se acepta, con objetividad y honradez, que en El Salvador se dio una trágica y dolorosa guerra civil en la cual sus participantes activos, y muchos que no lo fueron, padecieron su dureza, miserias e incertidumbres. Quienes dejamos de ser adolescentes y comenzamos a ser adultos cuando la guerra se gestaba y cobraba vuelo (a finales de los años setenta y primeros años de los ochenta) no podemos aceptar la tesis de que todo eso fue un juego sin importancia, en donde unos cuantos aprovechados buscaban saciar sus ambiciones.

Amigos, familiares y personas queridas perdieron la vida, desaparecieron o dejaron su juventud en los cerros de Chalatenango, Morazán, Guazapa o San Vicente. Otras perdieron la vida en momentos previos a la conflictividad bélica iniciada formalmente en enero de 1981. Se trata de verdaderos héroes y heroínas de este país tan poco acogedor para el ejemplo y recuerdo de quienes se lo jugaron todo por un El Salvador distinto. Si de algo estoy cierto es que personas como Juan Chacón, Enrique Álvarez Córdova, Doroteo Hernández, Humberto Mendoza, Enrique Escobar, Manuel Franco, Magdalena Henríquez, Mario Zamora, Marianela García Villas, Óscar Romero, Ignacio Ellacuría, y todos los que como ellos dieron la vida en las dos décadas más densas y trágicas de El Salvador (1970-1992), son el mejor ejemplo, en humanismo, ética y civismo, que yo he podido tener en mi vida. Su recuerdo me sigue conmoviendo y la obligación de honrar su memoria es, para mí, un imperativo moral ineludible. Su entereza y fibra humana están muy por encima de cualquier desdén ignorante y superficial proferido por algún visitante marginal de la historia.

San Salvador, 16 de enero de 2025

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