Luis Alvarenga
En medio de la pandemia y de una semana con tormentas y sus consiguientes pérdidas de vidas y daños materiales, el Gobierno ha anunciado su decisión de demoler el Monumento a la Reconciliación, erigido con motivo del primer cuarto de siglo de los Acuerdos de Paz. El monumento es un conjunto de esculturas que forma parte de la Plaza de la Transparencia y simboliza el encuentro de los combatientes de la antigua guerrilla y del ejército.
Se puede cuestionar si, efectivamente, el país logró la reconciliación o si siguieron latentes las hostilidades sociales creadas por la explotación y la exclusión social. El monumento simbolizaría, pues, una aspiración pendiente para nuestro país: la creación de una sociedad donde todos tengamos un lugar y el reconocimiento a nuestra dignidad esté garantizado.
La intención del Gobierno al anunciar la destrucción del monumento se da, justamente, en una coyuntura en el que sus decisiones y sus omisiones han propiciado una dinámica de victimización y revictimización de diversos sectores de la población. No solo continúa su línea de discursos mediáticos de odio e intolerancia, inadmisibles, precisamente, en una sociedad que ha vivido los costos humanos de la guerra y que, con avances y contratiempos, intentó superar las causas del conflicto armado. También pretende instaurar, simbólicamente, una especie de “nueva era” en la historia del país. Esa medida, que seguramente estará acompañada de otras similares, evoca dolorosamente la estrategia simbólica y de memoria que emplean los ejércitos invasores que resultan triunfadores. Un ejército de ocupación que logra hacerse con un nuevo territorio, lo primero que hace, después de haber arrasado con la población, es destruir los elementos materiales (monumentos, códices, templos, libros, etc.) que pueden hacerle recordar a sus sobrevivientes quiénes son y cuál es su historia.
Así lo hicieron los invasores españoles en el siglo XV. Lo mismo hicieron las tropas norteamericanas al abalanzarse sobre Bagdad. Borrar un “lugar de memoria” es tratar de borrar de la conciencia colectiva una parte de su historia. A partir de la quema, demolición o destrucción de los lugares de memoria, los ejércitos de ocupación pretenden decir que la historia vuelve a comenzar de cero.
Precisamente eso, pretender que comenzamos de cero, equivale a decir que no importa ocuparnos del pasado que, en nuestro caso, tiene el rostro de los vencidos y eleva el eco del dolor de las víctimas de la guerra y de los olvidados de la posguerra. Es inadmisible pensar que el llamado electoral a “hacer historia” implique borrar la memoria de la historia anterior y reemplazarla por un presente mediatizado en el que todo se resuelve a la velocidad de un tuit, sin que hayan mediaciones ni sociales, políticas, ni mucho menos temporales.
No extrañará, entonces, que también la narración de los hechos históricos en los programas de estudio comience a variar, y los hechos del 32, de la década de los 80 y de la posguerra sean apenas minúsculos pies de página en el relato de los grupos de poder que buscan glorificarse y legitimarse a sí mismos. Es un nuevo capítulo de la guerra simbólica contra la memoria histórica. Los mayores ganadores serán -de nueva cuenta- los victimarios del pasado y del presente.