ÁLVARO DARÍO LARA
¿GUSTA TOMAR UNA TACITA DE CAFÉ?
A Julio Ávalos, el gran bebedor de café
“Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no todo está en la última miseria; todavía puede resistir un poco”.
Julio Cortázar, El perseguidor.
Desde que leí este fabuloso cuento de Cortázar, El perseguidor, inspirado en esa estrella del jazz, Charlie Parker, este fragmento se quedó indeleble en mi memoria.
Sí, siempre hay esperanza si existe aún una lata de café. Eso me lleva a otras dos citas gloriosas, la que da título a la columna de hoy, cuando doña Florinda, invita por milésima vez al profesor Jirafales, a pasar a su apartamento, para degustar, transidos de amor, este elíxir procedente, según los entendidos, de Etiopía. Y la otra, no menos imperecedera, leída hace centurias en una de las dos popularísimas revistas de entonces, Cosmopolitan o Vanidades, no recuerdo ya.
La cita decía más o menos así: “No hay nada que una buena taza de café no pueda resolver”. Esto lo creía, religiosamente, un amigo pintor de muy feos abstractos (que luego enfureció y dejó de hablarme sólo porque no tomaba sus quince llamadas diarias) cuando me regaló una pequeña cafetera, de unas dos tazas a lo sumo, para adiestrarme, luego, en el celoso ritual de su mágico preparado.
El pintor, aseguraba, que esa taza maravillosa, bebida a primera hora del día, me mantendría alejado de todo tipo de fantasmas interiores, dándome paz y seguridad en mis afanes. El milagro se hizo realidad desde entonces. Aún lo bendigo a pesar de su largo y lamentable alejamiento.
Fue el poeta más auténtico de Cuscatlán, Oswaldo Escobar Velado, “Pipo”, como lo llamaban sus amigos y admiradores, quien realizó, desde su mensual Revista “Gallo Gris”, una ferviente campaña a favor del consumo cotidiano de la oscura bebida, ya que ésta, a pesar de representar por aquella época, “el primer producto de exportación nacional”, no era masivamente ingerida por la población salvadoreña.
Uno de los redactores de “Gallo Gris”, Tirso Canales, afirmaba, en su artículo “Una taza de café” (Página 9, Sección Económica-Industrial del número 2, correspondiente a mayo de 1958), lo siguiente: “En El Salvador, se necesita fomentar más el negocio de las cafeterías. Hace apenas unos años, éstas prácticamente no existían y las personas adictas a tomar café lo tenían que preparar en sus casas. Ahora este negocio ha prosperado mucho. Son varios los cafetines donde se puede gustar una excelente taza de buen café”.
Quizá el más vomitivo café al que me haya enfrentado es el que preparaba mi compadre Víctor Hugo Granados González, cuando estudiábamos lingüística en su casa, aquellas terribles noches y madrugadas, antes de los exámenes de la difunta maestra española. Consistía en un brebaje de café listo, batido con apenas unas pocas gotas de agua y mezclado con una mísera ración de azúcar. Era espantoso, pero nos aseguró buenísimas calificaciones siempre.
El café es un regalo del cielo. Yo aprendí a beberlo, después del almuerzo o a media tarde, en mi hogar, a los trece o catorce años, antes no, “porque los niños y los jovencitos no deben tomar café”, por lo menos así decía mi madre. Razón por la que detestó, un par de años después, a los poetas mayores, mis amigos, por hacerme beber tanto café, en las antiguas y buenas cafeterías de San Salvador; y luego, la insuperable cerveza de barril y el trago blanco, en los alegres bares y cervecerías también de la ciudad de antaño, nada emparentada, por cierto, con el chiquero actual, que tanto fotografían y visitan, ahora, los jóvenes; eso sí, con verdadera y admirable devoción y cariño.
Hay que rescatar el cultivo de café, apoyar a sus productores, estimular la cultura cafetera.
Para mi gusto, el café de casa o de las buenas y baratas cafeterías nacionales. No, el aspaviento de los calvos bebedores de pose (que ya viejos y cegatones empezaron a beber café, después de leer novelas baratas) y de las extranjeras y carísimas cafeterías.
En fin. El pueblo, no puede vivir sin su cafecito, y esto endulza la vida. En serio, la endulza.