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Gustavito y la locura

José M. Tojeira

Durante más de una semana el hipopótamo Gustavito ha dominado la información de algunos medios de comunicación. Las versiones han sido tan diversas, desde el picahielos a la pulmonía, que es difícil saber qué ha pasado. La cobertura del hecho ha llamado la atención a nivel internacional y ha generado artículos en diversos medios noticiosos foráneos con un denominador común: el asombro ante la preocupación periodística por la muerte del hipopótamo, mientras los homicidios pasaban a segundo plano. Uno de los principales rotativos de El Salvador, efectivamente, publicaba hace pocos días tres páginas sobre el paquidermo, mientras que a un homicidio le dedicaba unas pocas líneas. El análisis de esta especie de locura resulta interesante hoy, y les resultará más interesante todavía a los antropólogos, sicólogos y demás profesionales de las ciencias humanas, que contemplarán impactados cómo una sociedad violenta puede ser más sensible con la muerte de un animal que con la de una persona. En la literatura, y salvando las distancias, el caso tiene cierto parecido con el relato marginal de la novela “La virgen de los sicarios”, del colombiano Fernando Vallejo, en la que el escritor narra los esfuerzos de los protagonistas de la novela, asesino uno y testigo impávido el otro ante la muerte humana, que terminan llorando mientras tratan de salvar a un perro moribundo, medio sumergido en los márgenes de un cenagal.

Y es que al final, aun a pesar de la deshumanización que tanta muerte y homicidio produce, el ser humano es más que la brutalidad imperante. Lo que sepultamos en la conciencia aflora a veces con los acontecimientos dolorosos o tristes pero que no nos comprometen. En el futuro podrían pensar quienes recorrieran las páginas de algunos periódicos, que tal vez cansados de protestar contra tanta muerte, a los salvadoreños no nos quedaba más camino que llorar por los animales. Pero la realidad no es esa. Más allá del horror que pueda causar la muerte, si es violenta, de un animal que fundamentalmente era parte de la distracción y el descanso de niños y gente buena, los salvadoreños de a pie estamos profundamente indignados con el irrespeto a la vida humana, manifestada en demasiada muerte de connacionales, y en la poca protección oficial de la vida. La impunidad en tantos casos, el simplismo con el que se mira la muerte de jóvenes si eran miembros de maras, la incapacidad oficial durante años y años de ver todo homicidio como una auténtica tragedia, es motivo de indignación para muchos. Un país que se desangra y que no acaba de reaccionar unido frente a una crisis que dura ya más de cincuenta años, llama con urgencia al liderazgo a pensar con más seriedad en el futuro de El Salvador y en la solución de los problemas que nos aquejan. Demasiada gente buena se ha ido del país porque el liderazgo no ha sabido responder a la urgente necesidad de construir paz social y desarrollo humano.

Y cuando hablamos de liderazgo, no nos referimos solamente al político de cualquier color que sea, sino también al empresarial, mediático e intelectual. La muerte del pobre pasa demasiado ignorada. El dolor de la gente concreta se olvida pronto en el contexto social en que vivimos, aunque los afectados queden con la herida permanente de la muerte, la impunidad y el desapego de quienes debían protegerlos. Cuando se organizan reuniones para hablar del tema da la impresión de que todos caminamos al unísono y que los problemas tienen solución. Pero cuando se hacen cálculos de lo que se debe invertir en el desarrollo y protección de las personas, las buenas voluntades comienzan a naufragar. Y no es que no haya dinero, sino que simple y sencillamente no se quiere reformar un sistema que permite evadir impuestos, que se mantiene con una carga fiscal que impide el desarrollo real de nuestro país y que acaba protegiendo a los corruptos que ostentan cargos públicos. Cuánta responsabilidad tenemos las élites de El Salvador ante esta tragedia de la violencia está aún en discusión. Pero es evidente que quienes se libran de culpa son más excepciones que mayorías.

En su reciente  segunda carta pastoral, dedicada a los mártires, que el Señor Arzobispo presentará el 12 de marzo, en recuerdo del 40 aniversario del asesinato de Rutilio Grande y centenario del natalicio de Mons. Romero, nuestro Pastor hace una serie de recomendaciones a muy diversos sectores de la población. En todas ellas anima a la construcción del bien común, a la defensa de los pobres, a la rectitud y la generosidad. Los mártires del pasado son en ese sentido testigos excepcionales de lo que debemos construir en el presente. Porque unieron su vida al dolor de tanta víctima desde la generosidad y el seguimiento de Jesucristo hasta la cruz. Hoy, ya sin la plaga de aquella guerra civil, tenemos la oportunidad de enfrentar una situación de injusticia y olvido de los pobres y vulnerables que ha llevado a esta violencia aparentemente sin fin.

Cuando alguien llora con más facilidad por la muerte de un animal que por la muerte de una persona, podemos pensar con bastante lógica que alguna cosa en su sicología no funciona del todo bien. El despliegue de noticias internas que ha conseguido nuestro famoso hipopótamo, nos ha hecho aparecer de nuevo en la prensa internacional y no precisamente de un modo laudatorio. Cobrar sentido de la urgencia de defender los derechos humanos de un modo radical y universal es el único camino que nos queda para salir de la locura de la violencia. El informe de la Comisión de la Verdad de El Salvador se llamaba “De la locura a la esperanza”. Hoy es necesario dar otro paso que se llame de la esperanza al desarrollo humano. Un desarrollo humano que no vendrá si no invertimos más en nuestra gente, especialmente en los pobres y vulnerables. Que no llegará si no reconstruimos y adecentamos nuestras instituciones. Y que no tendrá lugar, si no abandonamos los intereses particulares y nos dedicamos, desde la generosidad e incluso desde el sacrificio, a construir una nueva sociedad donde, como dice el salmo 85, “la misericordia y la verdad se encontraron, la justicia y la paz se besaron”.

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