@renemartinezpi
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En este país donde el chambre y la calumnia perversa suplantan a la cultura política democrática; en este país de ríos devoradores de tugurios -en el que todos los pobres son vistos como esquineros sospechosos y como ladrones potenciales mientras no demuestren lo contrario (así lo aseguran, medical sales engrapadora en mano, cialis sale los caninos vigilantes de los almacenes y supermercados)-. En este país, les decía, la palabra carece de sonido así como la protesta social carece de colmillos y de nombre propio porque el miedo es el rey… sin embargo nos dicen que, por el hecho de ser ciudadanos de un país capitalista de feliz dependencia, gozamos de libertad de expresión y de protesta, ya que esas son las facultades que nos alejan de los seres irracionales. Pero, se nos niega la calidad de ser seres humanos o se nos manipula con intereses oscuros, o sea que se nos convierte en cosa porque se nos impide hablar con nuestras propias palabras (mecanismo de reproducción de la cultura de súbdito que nos imponen en la escuela); y porque no se oyen o atienden nuestras peticiones económicas y sociales.
Entonces, si la palabra pública carece de sonido y significado; si la palabra se escuda cobardemente en el anonimato, la libertad de expresión se convierte en libertad de calumnia o en libertad de lamento debido a que, sin importar lo fuerte, nutrido y sincero del quejido, el empresario no se conmueve… y no hay que esperar que se conmueva para no caer en un ilícito penal. De modo que, a lo sumo, la libertad de expresión de la que gozan los salvadoreños pobres -y los pobres salvadoreños- es un reclamo dirigido a sordos; un grito unidireccional que no logra cruzar la puerta del despacho o la gerencia; una comunicación sin interlocutor; un soliloquio frente al espejo y, en el peor de los casos, un simple ataque con calumnias, pues, aquí, la libertad de expresión está ligada a lo inocuo de la cultura y a la simple libertad de elección de marcas, y ésta depende de la libertad de ahorro bancario, tal como está estipulado, artículo tras artículo, en la constitución económica de la República, que es la única carta magna que se respeta al pie de la letra.
La libertad de expresión capitalista de la que gozan, a sus anchas, los pueblos descapitalizados por el capital, es directamente proporcional a la capacidad de memorizar el himno nacional y los discursos electorales, o sea que son libres de expresar todo aquello que concuerde con: lo dicho por el dictador; lo querido por el empresario; y lo preguntado por los entrevistadores amarillistas de televisión, y eso convierte a la gente en rehén de la palabra.
Es una ironía sombría de la historia que el sistema que se fundó sobre la libertad de expresión derivada de las ideas de todo signo -según consta en las anécdotas de la revolución francesa (1789)- hoy le tema como a su peor enemigo y, por eso, la criminaliza, sataniza o pervierte y, al hacerlo, nos convierte en criminales, demonios insurrectos o hipócritas solapados. El que haciendo uso de la libertad de expresión reivindique el hambre de sus hijos, es un fósil viviente, un subversivo que añora la guerra, un inadaptado social; el que reivindique la libertad de expresión para calumniar es un guerrero del capitalismo, pues hace desorden para mantener el orden.
Cuando alguien, de irrespetuoso, le da un significado real a la libertad de expresión (esperar que sus palabras sean oídas y sus peticiones resueltas) se convierte, de oficio, en un peligroso enemigo social a quien hay que quitarle, incluso, la libertad de visión imponiéndole cadenas nacionales de comerciales. La empresa privada se moviliza, primero, y se escandaliza, después, cuando alguien se declara antisistema, pero calla cuando el sistema –a través de sus diputados de derecha- se declara antipopular con sus acciones que buscan privatizar la salud, por ejemplo.
En esta libertad de expresión –que tanto celebran los periodistas que son censurados en sus trabajos- si un pobre hace públicas sus necesidades, es un resentido social; cuando lo hace un empresario, es un soñador; el pobre profesor que en sus clases recalca el dato que indica que: “hay más de cien millones de niños que duermen, en ayunas, en las calles abiertas por el capitalismo”, es un comunista; si ese mismo dato lo dice un gran empresario, es un filántropo, y si lo dice un funcionario internacional, es un candidato a premio Nobel de la paz; si un pobre anhela tener un salario mínimo que le permita sustituir el papel de diario por el papel higiénico y las tortillas por pan francés, es un envidioso; si un rico anhela aumentar sus ganancias, o cambiar el lujoso carro del año, porque ya se le acabó la gasolina al que acaba de comprar, es un emprendedor que merece una biografía; terrorista y libertino es el que exige, desde la banca despintada del parque Libertad, la despistolización del país para frenar la delincuencia; progresista es el político asalariado que promueve el “toque de queda” en los barrios para acabar con los delincuentes –y con los derechos constitucionales de quienes vivimos en ellos- como en los tiempos de la dictadura militar.
Ese devorar las palabras disonantes; esa castración de las libertades (como la libertad de expresión) está teniendo un enorme impacto en la expresión oral y escrita del pueblo, pues promueve una nueva marginación social basada en la gramática muda e inútil. Dentro de poco será mal visto y censurado aquel que diga, en público: justicia social, educación gratuita, democracia efectiva, y será callado con un largo “piiiiii”, para no ofender la moral de “los otros”.
Entonces, tenemos libertad para expresar -con el debido silencio, y siempre y cuando estemos a solas con Dios- lo que queramos. Sin embargo algo anda mal con la libertad de expresión, y con el país en donde se pretende usar, si el empresario considera que la peor frase que puede salir de nuestra boca es: ¡tengo hambre, necesito un mejor salario!
Esa es una expresión dañina, maldita, subversiva porque desestabiliza la siesta de los que provocan el hambre. Así que, la libertad de expresión carece de sentido si nadie escucha lo que expreso, si nadie entiende lo que digo, si nadie remedia mi pesar, si nadie resuelve mis peticiones. Y entonces ¿de qué sirve expresarme libremente de forma oral o escrita si nadie me hace caso?