Luis Armando González
Nota introductoria
Las grandes empresas mediáticas, rx lo mismo que la derecha salvadoreña, look se las ha arreglado para que nadie hable de ellas, de sus abusos, manipulaciones y servilismo con la derecha económica y política. En diferentes momentos, mucho antes de la actual coyuntura del país, he prestado atención a los medios de derecha. Así, en 2008, elaboré un par de reflexiones que, con algunos ajustes de detalle, siguen siendo pertinentes. La primera –fruto de una charla en el XI Congreso Centroamericano de Sociología y IV Congreso Salvadoreño de Sociología, celebrados en la Universidad de El Salvador, del 11 al 14 de noviembre de 2008– es una mirada general a los medios de comunicación. La segunda es una discusión del tan manoseado tema de la libertad de expresión. Las publico en sus versiones originales, pues permiten visualizar lo viejos que son los vicios mediáticos.
1. Reflexión sobre los medios de comunicación
En esta presentación quiero ofrecer algunos elementos para el examen de los medios de comunicación en la actual coyuntura nacional. Se trata de unas notas que, obviamente, requieren una mayor elaboración, pero que aquí se ofrecen como un insumo para el debate y la reflexión. Y, en esta línea, lo primero que hay que decir es que cuando se habla de medios de comunicación se corre el riesgo de perder de vista la diversidad de medios que existe en El Salvador. Así, se tiene, ante todo, dos ámbitos mediáticos: el de las grandes empresas de comunicación y el de los medios alternativos.
Los medios alternativos, con enormes limitaciones financieras, equipo y de personal, se abren espacio con graves dificultades. No se puede negar que poco a poco van marcando una línea del debate público, pero todavía caminan cuesta arriba. Por el lado de la prensa escrita, el Colatino, El Independiente, Contrapunto y El Faro son ya un referente de discusión y análisis. Por el lado de la radio, se nota un posicionamiento bien logrado de las radios participativas. En la televisión, sin duda por los elevados costos de instalación y operación, es casi nula la presencia de voces alternativas, sin que dejen de ser encomiables los esfuerzos que hacen, en algunos de sus programas, los canales no afiliados a TCS.
Dicho lo anterior, el debate sobre el papel de los medios debe centrarse en las grandes empresas mediáticas, cuya tendencia al monopolio, a la uniformización de contenidos y al sesgo político de derecha es evidente. Tenemos que entendernos. Cuando aquí se habla de grandes medios se quiere destacar su gran poder económico –por los millones de dólares que mueven en publicidad, en gastos de funcionamiento o en inversiones para expandirse—, y también su gran poder simbólico, gracias el influjo masivo que tienen en la sociedad salvadoreña.
La denominación: medios de comunicación de masas tiene algo de verdad, pero hay que añadir, además, que se trata de medios de masificación más que de comunicación. Y ello porque, tanto en la prensa escrita como en la televisión y la radio, lo que predomina es la difusión de mensajes publicitarios más que la comunicación de contenidos discursivos que inciten al debate y la reflexión.
En efecto, en la actualidad, los grandes medios son grandes empresas de publicidad. Publicitan espectáculos, publicitan modas, publicitan deportes, publicitan marcas… Es decir, fomentan el consumismo exacerbado, el éxito fácil, la pasión por las marcas y una visión ligth de la realidad. Lo cual está en sintonía con una de las facetas de la cultura globalizada de masas.
Vistas desde este ángulo, esas empresas de masificación son empobrecedoras de la cultura. No sólo hacen de lo superficial un estilo de vida –lo cual pasa por la trivialización de los problemas sociales—, sino que ahogan las palabras en un mar de imágenes o eslóganes que impiden hacerse cargo y discutir, en serio, de las aristas más hirientes de la realidad. En otras palabras, las grandes empresas de masificación crean y recrean todos los días un mundo de fantasía, cuyos valores, colores y sabores son irradiados sobre una sociedad atravesada por graves conflictos, miserias y exclusiones.
El impacto de ello suele ser el adormecimiento de las conciencias. Y ese adormecimiento es algo que se busca expresamente, tal como lo ponen de manifiesto los compromisos políticos de esas grandes empresas de masificación. Y es que, así como persiguen incansablemente convertir a los ciudadanos y ciudadanas en consumidores y consumidoras, así buscan desmovilizar políticamente a la sociedad y convertir esa desmovilización en un apoyo electoral para ARENA.
Los espacios de análisis político que abren en las coyunturas electorales, la publicidad política propia (y la pagada por ARENA), las encuestas de opinión amañadas… Todas estas prácticas son expresión de un compromiso político firme que, aunque no salga a relucir todos los días, está presente en la misma concepción mediática que se tiene, es decir, en la concepción de ser empresas de masificación publicitaria.
¿Y la ética periodística? ¿Y el profesionalismo? ¿Y la pasión por la verdad? Esas y otras expresiones no tienen cabida en un mundo en el cual la complicidad con los poderosos es la regla de oro. Por eso, es una tarea pendiente la de crear unos verdaderos medios de comunicación en El Salvador. Hay esperanza y grandes potencialidades en los medios alternativos. Hay que apoyarlos, ayudarlos a crecer, prestarles atención, leer sus páginas, escuchar sus noticias. Si no vamos a seguir siendo cómplices del empobrecimiento comunicativo que actualmente caracteriza a nuestro país.
2. Libertad de expresión: una debate siempre abierto
Una y otra vez, el tema de la libertad de expresión es objeto de discusión; siempre queda en suspenso la palabra final sobre un asunto tan delicado. Quienquiera que pretenda abrogarse la palabra definitiva –no importa con qué argucias retóricas— siempre quedará expuesto a las réplicas de quienes, a su vez, querrán ver en sus tesis la formulación acabada en torno al tema. A larga, la riqueza (o pobreza) del debate dependerá de la calidad de los argumentos y contra-argumentos esgrimidos por quienes intervienen en la disputa.
Cuando un asunto es debatido hasta el cansancio cuesta introducir un planteamiento que añada algo nuevo a la discusión y la vuelva más rica. Suele suceder, más bien, que lo que se añade son argumentos triviales o sin sentido, que lo que hacen es empobrecer el debate. Mucho de esto sucede cuando se discute sobre la libertad de expresión. Se ha hablado tanto de ella –en círculos mediáticos, jurídicos, intelectuales— que quienes, desde los márgenes de la cultura intelectual, quieren aportar algo corren el riesgo de deslizarse hacia el sinsentido y la trivialidad.
Así, se puede leer lo siguiente en un periódico local salvadoreño: “De esto exactamente se trata la libertad de expresión: Un periodista, un medio, pueden publicar ‘cualquier cosa’ –a menos que el contenido viole una ley—, y el Estado, el gobierno, el presidente de la República lo tienen que aguantar. Es más, el Estado, el gobierno y el presidente están obligados a defender ese derecho” (Paolo Lüers, “Nadie le va a pedir permiso, señor candidato”. El Diario de Hoy, 10 de junio de 2008, p.8).
Vamos por partes, limitándonos al contenido del texto citado. “Un periodista, un medio, pueden publicar ‘cualquier cosa’”, se dice ahí. La afirmación tiene dos equívocos: el primero consiste en equiparar “periodista” y “medio”, lo cual no es correcto.
Cada cual tiene sus atribuciones –uno, las de su profesión; y el otro, la de su visión y misión institucionales—, y esas atribuciones delimitan las actividades del periodista y las responsabilidades sociales del medio. Quien confunde ambas cosas, no entiende bien de qué está hablando. El segundo equívoco estriba en sostener que periodista o medio pueden publicar “cualquier cosa”. No es cierto, por una razón de principio: ni los periodistas están preparados para escribir de cualquier cosa (si lo creyeran así, caerían en la charlatanería) ni los medios han sido constituidos para publicar cualquier cosa (si lo hicieran desnaturalizarían su función específica en la sociedad, la de ser plataformas de comunicación e información de asuntos de interés público).
Llama la atención que el autor del texto que comentamos se contradice a sí mismo de manera flagrante cuando –luego de decir que un periodista, un medio, pueden publicar cualquier cosa—apostilla: “a menos que el contenido viole una ley”. Entonces, ¿en qué quedamos? Porque si a un periodista o a un medio no les está permitido publicar algo que viole una ley, obviamente no pueden publicar cualquier cosa. Y si fuera este el caso, el Estado, el gobierno o el presidente de la República no sólo no deben “aguantar” al periodista o al medio, sino que deben hacerlos respetar la ley. Y amparados en el derecho deben hacer que periodistas y medios que violen la ley no queden impunes. Tan simple como eso.
Seguramente, el autor del texto que comentamos no estará muy a gusto con la conclusión anterior, pero es la que se desprende de su mismo argumento. La Ley –por no hablar de ética profesional, de atribuciones, competencias y de funciones particulares (por ejemplo, un periodista no es un médico ni un medio es una universidad)— impide (prohíbe) a un periodista y a un medio publicar cualquier cosa. Y quienes tienen por responsabilidad hacer cumplir la ley desde el Estado deben salvaguardar –y no sólo aguantar— el derecho de periodistas y medios de publicar noticias, informaciones, análisis y publicidad que, como requisito básico, no violenten la legalidad vigente, sobre todo en lo que ésta exige de respeto a la dignidad de las personas, su derecho a no ser denigradas, mancilladas, amenazadas, amedrentadas o manipuladas.
Qué perverso ha sido que instancias poderosas –como lo son los grandes medios de comunicación— se hayan apropiado de la libertad de expresión. De haber surgido como plataforma de opiniones e intereses sociales encontrados –opiniones e intereses de grupos sociales que reclamaban la libertad de expresión contra tiranías que la ahogaban— se han convertido en plataforma de las opiniones e intereses de sus dueños y de las élites de poder asociadas a ellos. Por esas paradojas históricas, las grandes empresas de comunicación han terminado por ahogar la libertad de expresión como derecho social, al igual que han ahogado la libertad de información, convertida también en patrimonio suyo.
De tal suerte que, usualmente, cuando estas grandes empresas dicen defender la libertad de expresión –-y la libertad de información— lo que defienden es el privilegio que tienen, gracias a su poder, de expresar sin cortapisas –-manipulando muchas veces la información— las fobias, odios, amores y desamores de sus propietarios. Es la defensa de “su” libertad de expresión; no la de la sociedad, excluida –por su falta de poder—de un protagonismo real en el ejercicio comunicativo de los grandes medios.