EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA
Por Eduardo Badía Serra,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua.
Los tristes más tristes del mundo….
Roque Dalton.
Todos los hombres queremos ser felices, decía Aristóteles en el Protréptico, porque la felicidad es el logro pleno de la vida, aquello que es lo mejor en la actividad del hombre, la actividad conforme a la virtud, eso que tienen aquellos que se bastan a sí mismo.
Sí, efectivamente, el hombre busca ser feliz, busca esa eudaimonía de la que el estagirita casi hizo su tema central. Pero, ¿qué debemos entender por felicidad? Este es el asunto. Los estoicos la entendían como una mera contemplación de la verdad del Todo, el comportamiento recto según el logos, la acción recta en sí misma y no en función de la recompensa. Claro, estos estoicos, ciudadanos del mundo, se veían a sí mismos en un mundo de pureza que sólo podía concebirse en la idealidad de su pensamiento. Diógenes, el cínico, veía la felicidad en la razón, en la riqueza y en el saber. Este hombre, que asombró al mismo Alejandro, era, como se puede ver de su vida en el barril, feliz en su impaciencia, –la paciencia está en la infelicidad– decía. Bajo esa concepción de la cultura antigua, la felicidad era, no un valor sino una virtud, y esta es una diferencia fuerte, esencial: Los valores no son un concepto, no se enseñan, no son parte de códigos y de normativas; son simplemente actos, o expresión de actos, de actos concretos, están ahí, en la práctica concreta de los hombres, religados a su existencia, como expresión de la cultura, producto de la historia; por eso son valentes, porque valen, y valen porque se practican; el hombre sólo los descubre; la virtud, en cambio, es una esencia, se encuentra en la conciencia de cada uno, es una regla, un precepto, que obliga al comportamiento a ser buenos.
Decía Epicteto, el gran esclavo liberto de la Grecia del tiempo guía, que lo propio del hombre, lo que somos y nos distingue de los demás seres, es la voluntad, el libre albedrío; él llamó a eso, las cosas internas del hombre, la prohairesis, aquello de lo que dependen el bien y el mal y no depende de las cosas externas. Por ello, decía, debemos rechazar las cosas externas, (la salud, las riquezas materiales, la fama, los honores, el cuerpo, las autoridades, la reputación; en síntesis, la fatalidad); y hay que buscar la templanza, la vida serena y equilibrada, la libertad. Sustentarse y abstenerse, decía, y eso era precisamente la felicidad. La felicidad consiste no en desear cosas sino en ser libre.
Normalmente, nosotros concebimos la felicidad de una manera diferente. No es situarse en el mundo de la mera contemplación, de la ousia, como decía Aristóteles, y a la que se accede después de que el hombre supera sus dos estados anteriores, esto es sus urgencias y sus negocios. En nuestra realidad la vemos como el logro de nuestros deseos y de nuestros intereses. Es este, un concepto utilitario que va a reñir con la virtud. En la teoría axiológica, su concepto ronda con el no seguir el camino equivocado, con la sabiduría, la honestidad, con la justicia, con las acciones conscientes. Ello constituye, en muchos casos, una limitación. El nuestro es uno de ellos. ¿Es necesario, entonces, ser sabio para ser feliz, ser honesto a su vez, ser justo y consciente? ¿Es esa nuestra aspiración? ¿Es el caso de los salvadoreños, inmersos en la existencia propia del inmediatismo, de la perentoriedad, del accidente, del hoy inmediato? Porque, de otra manera, el deseo de ser felices se quedaría en la mera esperanza, y la esperanza, decía Shakespeare, no es otra cosa que la medida del desdichado, o la más grande de todas las locuras, al decir de Vigny.
Nuestra vida actual cabe en lo postmoderno, probablemente herencia inconsciente de lo epicúreo y de lo horaciano, que busca liberarse de las racionalidades y de las diversidades, y que promueve una ética light, desacreditando los absolutos y desapareciendo los referentes históricos, sean estos políticos o religiosos. Hay en ello un fondo hedonista, propio de la ética hedonista. Es el instante, como decía Darío:
Cojamos la flor del instante.
¡La melodía
de la mágica alondra cante
la miel del día!
¿Porqué tantos de nuestros grandes poetas hablan de nosotros de una forma en la que se desnuda la tristeza y el desconsuelo?
Decía Claudia Lars en este poema al que yo llamo el ocultado:
A los que mudos cayeron
y casi no tienen rostro;
A los que no tienen nombre
y ni siquiera conozco…..
Y Roque Dalton, (de quien muchos hablan, aunque ni siquiera le conocieron; y yo que lo conocí suelo no hablar de él), en su Poema de amor:
……..Los que se pudrieron en las cárceles de Guatemala por ladrones, por contrabandistas, por estafadores, por hambrientos…….
Los que nunca sabe nadie de dónde son……..
Los que fueron cocidos a balazos al cruzar la frontera…….
Los arrimados, los mendigos, los marihuaneros…….
Los que apenitas pudieron regresar…….
Los eternos indocumentados…….
Los primeros en sacar el cuchillo……..
Los tristes más tristes del mundo,
mis compatriotas,
mis hermanos.
¿Felices, los salvadoreños?