René Martínez Pineda *
El tiempo, hospital cronológico y dialéctico, stuff es como el mar: implacable, sick insobornable, fiel, irremediable, inevitable, no importa si lo medimos con gobiernos de turno, con cadáveres taciturnos, con el salario mínimo vital de Masferrer o con arrugas despeinadas. Cuando yo era como vos -digamos hace unos treinta años bien vividos y mejor matados- los maestros de entonces me enseñaron que paraíso prometido o pobreza era una cacofonía, porque a quién se le ocurriría establecer diferencias en un país donde no se le cobra lo robado a los expresidentes sin turno sólo porque, supuestamente, están en estado cataléptico. Cuando yo era como vos –entonces digamos hace unos diez, quince o veinte achaques crónicos premortales- prevalecían las maestras piadosas, hermosas y con lentes de medio aro que nos decían quedito, en las clases de dibujo y pintura cívica, que democracia o genocidio era una redundancia, porque a quien se le ocurriría instituir contrastes en un país donde los criminales de lesa humanidad andaban libres por la calle con capataces como asesores espirituales.
También nos decían –ahogados en el alcohol barato de los sueños que no se pueden cumplir por falta de camas- que patria o casa de empeño era otro símil, ya que la patria es una oficina de embargos muy eficiente en los casinos pueblerinos y en la lotería nacional de beneficencia, la más buena, la más honrada. Y además nos decían, lamiéndose la tristeza como gato de convento, que identidad nacional y máscaras de los viejos de agosto era una sinécdoque, porque a quién con cuatro dedos de frente se le ocurriría notar diferencias de tamaño en un país donde la mentira y el fraude se paseaban de la mano por las urnas electorales antes de irse a la cama a cometer el pecado mortal de la húmeda apatía. Cuando yo era como vos –ahora digamos hace unos dos mil libros prestados en la biblioteca pública- los payasos de circo pobre nos decían que progreso económico y horóscopo es una tautología, porque a quién en su sano juicio se le ocurriría notar diferencias en un país donde la riqueza en pocas manos funcionaba a la perfección en los vocingleros estadios de fútbol, sin victorias memorables, y en las iglesias interinas sin resucitaciones al tercer día sin dejar de ser masivas, tal como las represiones en el asfalto y en los ríos remotos.
Los pobres interlocutores, haciendo milagros gramaticales con la severa artritis de su analfabetismo, realmente no sabían ni mierda de la vida más allá del patio, y creían que revolución era tan solo una mala palabra, aguda y tildada al igual que pasión, que era pecado pronunciar en la vía pública o en misa; que genocidio o salario o memoria o beso eran tan sólo palabras graves o en la sala de cuidados intensivos de una patria enferma atiborrada de residentes sin patrimonio; y que cárceles, púlpito, rédito y bóveda por suerte son palabras esdrújulas. Y quizá por falta de instrucción notoria o por falta de huevos en los mercados itinerantes que les dotaran las proteínas básicas, olvidaban poner el acento ortográfico en la lucha y el acento diacrítico en la conjugación, en primera persona del singular, del verbo saber.
Pero, siendo críticos y sincrónicos, la culpa no era exacta y totalmente de ellos y sus mundos de telúricas paradojas y miedos tautológicos, sino de los otros más inhumanos y aciagos revestidos de poder, y estos sí, con conocimiento de causa y alevosa desproporción, cómo nos metieron sin lubricante ni anestesia -por la boca y sus conexos y sucios antónimos- la limpia y pura república oral de los próceres de mármol y de los libros de historia escritos por los victimarios; cómo idealizaron la buena y gozosa vida de los perros de raza y de los finqueros urbanos en las páginas sociales de los grandes periódicos; y cómo nos vendieron, a cucharadas, la garra cuscatleca de un ejército que tomaba su atol con sangre en los cuarteles sin sentirse culpables o malos o feos.
Después de tantos años bien vividos y mejor sufridos con cristiana, futbolera y barrial resignación –entonces digamos hace unas mil catorce boletas de empeño coleccionadas como estampitas del álbum de la agonía- he llegado a la lapidaria conclusión, porque lapidaria es, de que: uno no siempre hace lo que quiere porque la cultura lo frena y se queda con las ganas guardadas en el bolsillo como chibolas pulsudas o capiruchos infalibles; de que uno no debe hacer siempre lo que uno quiere aunque pueda hacerlo; y de que uno no siempre puede (que es el menos lamentable de los casos) y es en esas circunstancias cuando –como lo hacían los maestros y payasos de hace tantos años ya, y quien dice “hace tantos años” en el fondo dice que no sabe cuántos años son, pero que son muchos- que nos reclinamos en el muro de la oxidada nostalgia a mirar y a echar de menos cosas y personas, las personas y cosas, las personas… pero la nostalgia no tiene pies ni manos aunque le sobren sentimientos.
Quizá por eso, ya a la hora de analizar lo que hoy pasa sin hacer un mal uso del pasado ni del alcohol trasegado, es que no podemos despeinarle las trenzas a la coyuntura, ni ayudarle con la tabla del siete a los jóvenes aplazados por la vida y los call center; ni acribillar a pelotazos en la espalda a los que nos usurpan el alma y la sangre, como cuando en aquellos años maravillosos jugábamos a hacerlo y nadie salía herido. Quizá por eso y por otras paradojas indecibles; o por el hecho de haber sido abrumados y engañados por las infames y toscas similitudes y parentescos que nos enseñaron hace tantos años ya, es que tuve que elegir otros juegos de manos y villanos… y los jugué a tiempo completo. Y jugué, pongamos por emblemático caso, al ladrón librado y el librador era el juez o la policía. Y jugué también, pongamos como otro caso, al escondelero, y si te descubrían primero todos se burlaban de uno y era lapidado a patadas y trompones y el castigo era de sangre.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales