René Martínez Pineda *
Cuando yo era como vos, thumb como ustedes -digamos hace unos treinta años bien vividos y mejor matados- la vida era muy distinta a lo que ahora es, y aunque tengan pocos años guardados en el cofre prehispánico de sus pechos que se inflan y retumban con la utopía y sus metáforas, sé que debo decirles la verdad y sólo la verdad -con la mano izquierda sobre El Capital-, no tanto porque ustedes sean mis hijos infinitamente amados o mis estudiantes de futuro, sino para que sean parte de los hombres que no pueden olvidar. Por eso quiero confesarles, acá en secreto de morfina y parafina, que me dieron verga en una de las cárceles clandestinas de la tétrica dictadura militar (palabra, aquella, más metafísica que “mala”, por ser un simbolismo gramatical y social que significa que me dieron palos y trompones o que me magullaron a golpes, hay que aclararlo de una vez para evadir los hipócritas reclamos moralistas de las inmorales de la fe cristiana) por andar tocando el cielo con las manos sucias, pero no me ahuevé ni un tan solo minuto, no “quemé” a nadie; que ya me tenían podrido con tanto seguimiento policial las veinticinco horas del día; que por poco me revientan los riñones y las vísceras conexas a culatazos; que todos estos raspones, chindondos, hinchazones rojizas, úlceras purulentas, trombosis y heridas sin cerrar que sus ojos miran hechizados y con lástima cierta y reconfortante, son cruelísimos leñazos, son pisadas en la mandíbula, son demasiado dolor de historia patria y victimaria como para que se los oculte; son demasiado suplicio como para que sea un secreto vitalicio inconfesable.
Sin ánimo de ser pedante, creo que también es bueno que sepan que este viejo de caminar curcucho no abrió la boca en las torturas y que puteó como un loco degenerado a sus captores, que es una linda y elegante forma de guardar silencio. Que este viejo (cincuenta y cuatro años son muchos años cuando se ha vivido casi de todo y se ha sobrevivido casi a todo) sacando fuerzas de flaqueza, olvidó todos los números de las direcciones postales y los números de teléfono de las casas de seguridad (por eso ya no pude ayudarles con los casos de factoreo, ni con la trigonometría de la expropiación de los ejidos, ni con las ecuaciones con tres incógnitas: capital, trabajo asalariado y beso) y por lo tanto este viejo olvidó las edades y rutinas… Y las calles del quinto patio; y los mesones barriales; y el color de los ojos y la piel y el pelo y las casitas; y las cicatrices como señas particulares de los organizados y los simpatizantes; y en qué esquina de la muerte eran los contactos clandestinos con los compas; en qué pupusería pasábamos cenando, casi de gratis, porque la dueña (la niña Lilian) era colaboradora de la guerrilla; en qué parada de buses veíamos a las niñas buenas estrenando uniformes y dejando propaganda del próximo paro de buses; en qué casa habitaba la utopía. Y acordarse de ustedes aunque todavía eran una profecía del esperma que debía cumplir; acordarme de sus caritas me daba fuerzas para no abrir la boca ni las piernas, para que ustedes supieran que una cosa es que te tumben los dientes y otra cosa muy distinta es que se te caiga la cara de vergüenza.
Por eso ahora, cuando parece que nada pasó y parece que la muerte es una exótica compañía, me pueden preguntar todo y, lo bueno, yo puedo responder todo, incluso contarles que tuve miedo y más de alguna vez lloré de impotencia. Uno a veces hace lo que no quiere y con eso se gana el derecho de no hacer lo que no se quiere. Son pendejadas culturales eso de que los hombres no deben llorar, en este mundo: lloramos todos o no llora nadie, cabrones. Vociferamos, rugimos, chillamos, puteamos, rechinamos los dientes, nos mordemos los labios, maldecimos a los malditos porque es mejor llorar que traicionar a la utopía; porque es mejor llorar a moco tendido que traicionarse en la convicción. Lloré, pero no olvidé mi memoria.
Hoy que lo que falta por vivir es mucho menos que lo vivido, necesito tiempo; necesito ese tiempo que otros tiran porque no saben qué putas hacer con él; tiempo en rojo, en negro, en amarillo cielo, hasta en blanco oscuro, no me importa el color del tiempo que no puedo abrir y cerrar como ventana sin rostro. Tiempo para mirar una flor, una libélula; para caminar sobre el alambre de una tregua; para pensar qué bien que hoy llueve para suicidarme en la utopía y resucitar de inmediato para verlo todo; para darle cuerda a mi corazón y patalear unos días en la vida e indagar por qué somos los tristes más tristes del mundo y acostumbrarme a mi oxidada osamenta; tiempo para huir del tercer canto del gallo y para reencarnar en un gorjeo; para estar al día con los pagos para estar a la noche con la conciencia; tiempo sin tacañerías ni calendario, o sea que necesito tiempo sin tiempo.
Dentro de ustedes: sus cuerpos ascendiendo; dentro de mí: mi cuerpo descendiendo. El tiempo es insobornable, no extiende la bolsa del diezmo; se hace el sordo y corre por dentro de nosotros, brota como río caudaloso en el ceño y junto a las paternas ardientes de los ojos: una luz; y de súbito es el cauce de un río seco, una estrella fugaz bajando a gatas a la boca.
El tiempo trepa sus tentáculos y pone pálido el pelo, pero en mi corazón el color se hace más vivo por ustedes, por sus aromas a desafío viviente como el fuego. Es hermoso y triste, pero hay que vivir y hay que envejecer viviendo. En aquellos días de la dictadura cada día era una chibola más del ábaco; cada noche era un girasol negro floreciendo, y las grietas en mi cara son piedra o son flor porque son el recuerdo de un rayo que cayó en el árbol de la conciencia.
Mis ojos se han degastado en sus caras, pero ustedes son mis ojos. Mis labios se han acabado en sus besos, pero ustedes son mi boca que se hace metáfora al verlos de cerca y todos ven en mi sonrisa su fosforescencia secreta. Qué importa entonces que el tiempo mañana desgrane mis horas después de haberles dicho lo que pasó.