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El hacedor de lluvia (2)

René Martínez Pineda *

¿Qué putas dice este terrorista? Le preguntó, el dictadorzuelo, al famélico secretario privado y cómplice de los robos, quien convertido en una oreja ambulatoria daba vueltas y vueltas –mil vueltas más- por la oficina, para oír, disimulado, el secreto contenido del sobre. Es que habla en guanaco sánscrito, su excelentísima excelencia, dijo el pálido secretario acercándose con cara de erudito relegado. ¿Guanaco qué? ¿Y si habla guanaco por qué putas no le entiendo al cabrón? General, no se haga el pendejo aunque tenga la cara ideal, usted comprende mis palabras y la razón por la que estoy aquí, dijo, el hombre, encendiendo un cigarro desafiante. Se lo repito: vengo a regalarle su último discurso, sus últimas palabras, su adiós para nosotros que será un “hasta pronto” para usted, porque en estas latitudes dominadas por zancudos los dictadores y ladrones de alcurnia no mueren ni son encarcelados, simplemente se esfuman, salen del escenario en el tercer acto y vuelven a escena sin haber perdido el protagonismo de la obra.

El dictadorzuelo, rascándose con ímpetu los huevos –eso lo vieron todos y lo definieron con esa exacta palabra: “huevos”- se puso en pie de un salto, como es usual cuando las circunstancias llaman al miedo y la cólera en un mismo acto, y constriñendo una convulsión instintiva, mas no la furia, dio la orden de que arrestaran al hombre y lo metieran en las mazmorras más oscuras y recónditas de la policía, esos lugares que cumplen la función de purificar el alma que sufre la fiebre contagiosa de la subversión. No podía esperar menos de usted, dijo, el hombre, mientras le ponían las esposas y le arrebataban el discurso. Usted va a necesitarlo cuando llegue la hora, y necesitará decir esas palabras para configurar cínicamente un destino histórico retrospectivo que no tendrá fin, porque cambian las caras y apellidos, pero no las mañas ni los intereses de clase.

Lo que vengo a regalarle -debido a la imposibilidad de que la gente acepte mis regalos- es lo que querrá decir y lo que el pueblo no querrá oír, así que no hay trampa, todos tendremos lo previsto. Pero como no lo acepta, lo más seguro es que se quede mudo y no sabrá qué decir. ¿Y por qué no? Yo siempre sé lo que quiero decir y lo digo, cabrón, dijo, el dictadorzuelo, empinándose un whisky. No podrá porque el pánico lo tomará del cuello, dijo, con tono de misterio. Andará a la deriva por estos lúgubres pasillos y sentirá una soga en el cuello que se irá estrechando; andará descalzo, en calzoncillo, y temblará de frío como si fuera abatido por una hojarasca glacial; los dientes le van a chillar como carreta fantasmal y no podrá emitir sonidos afines; sus pies serán de plomo; su lengua se pondrá pastosa, pulposa, y los labios no podrán deshacer el autobeso que se estarán dando. El público que oiga su discurso será además su verdugo y los aplausos la soga, la cual se pondrá tan tensa que de su boca sólo brotará un gemido gutural, leve y lapidario, interpolado por jadeos animales y súplicas de perdón y olvido (porque las lágrimas de cocodrilo las tiene bien ensayadas, como todo buen cobarde) y entonces el público se enfurecerá y jalará con más fuerza.

Y los generales, coroneles, concubinas y los otros del séquito sombrío se sintieron irritados, agredidos, auditados, sobre todo los coroneles y sus poetisos, y por instinto se lanzaron sobre el dictadorzuelo para pedirle que “fusile a este hijo de puta y después averigua, señor presidente, fusílelo”. El dictadorzuelo, que tenía las manos sísmicas y la cara como nieve –aunque no sabía si era de miedo o de cólera- los calló con la mirada y se acercó al hombre que fumaba para leer el discurso que le estaba regalando. El color de su cara cambió.

Haciendo un semicírculo de tres lados, los generales, el secretario privado y los coroneles y sus poetisos, bajaron la cabeza de humillación colérica y, cuando ardió Troya, en venganza se quedaron rascando los huevos –era su turno- frente a la muchedumbre embravecida que venía por la cabeza del dictadorzuelo y a oír su último estertor. Lo agarraron cuando estaba con las nalgas al aire, justo antes de sentarse en el sanitario a leer su pasquín favorito. Pero el pueblo no quería oír el último discurso y por eso lo mataron de dos tiros un segundo antes de que emitiera el primer pujido del rigor intestinal. Y los generales, coroneles y sus poetisos corrieron como locos en busca del hombre que le regaló el último discurso que no tuvo tiempo de leer, quien había desaparecido de las mazmorras, y el rumor de su huida los llevó hasta la esquina de la muerte, donde se paseaba gritando que regalaba ilusiones utopistas y juraba que podía hacer llover a fuerza de palabras. Sin darle tiempo a la huida, lo llevaron en una patrulla a las mazmorras y le dieron una generosa ración de choques eléctricos para que confesara las palabras del discurso. Como no pudieron arrancarle ni una tan sola frase o verbo, lo fusilaron en el patio a las seis de la mañana. Afuera, los peatones ya habían aceptado sus regalos y utopías y tomaron su lugar en las esquinas; una de esas utopías fue tan hiriente que, rasgando las nubes, hizo llover a cantaradas y ese fue el indicativo de una revolución pospuesta que hizo huir a los coroneles y sus poetisos, quienes, antes que él, habían comprendido que las ilusiones, como cosas de rigor, se regalan, y que cuando la gente acepta los regalos, empieza a llover en el cielo y en los ojos.

Y le dijeron al pueblo que el dictadorzuelo se pudría en una fosa común junto a sus generales, su secretario, sus coroneles (y sus poetisos), pero no había evidencia olfativa de la pudrición. Mirá cabrón, nosotros no morimos, sólo desaparecemos de escena para luego aparecer en otra y con otra cara. Lo sé, excelentísimo hijo de puta, sé que nunca va a pisar la cárcel, porque si lo hace el verbo va a ponerlo como destinario de la acción. El dictadorzuelo se llevó el discurso que le habían regalado para leerlo repetidamente frente al espejo: “Y cuando regrese todavía será el planeta de los simios… Y cuando…” La lluvia torrencial no dejó oír las palabras y parecía que quería borrarlas. Pero las lágrimas no borran la sangre derramada.

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