Luis Armando González
Hoy por hoy, es difícil negar el “encanto” de la cultura del capitalismo neoliberal globalizado, que es, dicho resumidamente, la cultura de la derecha. Consumismo, éxito fácil, individualismo, marcas, ostentación, viajes, turismo, carros de lujo y actitud competiviva, entre otras cosas, expresan la vigencia de valores, creencias y comportamientos emanados de la cultura mercantilista predominante.
Como ha destacado George Ritzer, los megacentros comerciales, las supertiendas, los parques temáticos, los casinos y el turismo exquisito (o con pretensiones de serlo) sos las islas de fantasía que el capitalismo globalizado ha creado para el disfrute de unos consumidores deseosos de nuevas experiencias que los liberen de los temores e incertidumbres que se generan ahí afuera, en la realidad real.
El mayor éxito de la cultura de derecha predominante es haber impuesto sobre sectores amplios de la sociedad, principalmente en la clase media, la aspiración a “ser como los ricos”, lo cual quiere decir comportarse como ellos, desear lo que ellos desean, pensar como ellos y buscar poseer, a toda costa, lo que ellos poseen. Y como esto último es imposible que se logre a plenitud, no queda más remedio que acceder, aunque sea de forma limitada, a aquello que –asociado al estilo de vida de los ricos y famosos– el mercado ofrece a quienes puedan pagarlo.
En términos gramscianos, ese es el modo cómo las derechas alrededor del mundo han impuesto su hegemonía: por la vía de una cultura del consumo y del éxito fácil. Con esa cultura, han logrado “encantar” no sólo a amplios sectores populares y de clase media, sino también a intelectuales (universitarios, artistas, periodistas) y a personas de izquierda, que no han resistido el “embrujo” de todo lo que ofrecen, en términos de “buena vida”, los bienes y
servicios que muestran la publicidad, las vallas comerciales y los escaparates en los centros comerciales.
Ese “encantamiento” ha llevado a hacer propio el estilo de vida empresarial capitalista, con la consecuencia de ambicionar, en el fondo del ser de cada uno –y también en la superficie— aquello que rodea y convierte a los ricos en tales: dinero y todo lo que se puede comprar con él cuando se tiene en abundancia.
Qué se le va a hacer: ha sido tal el bombardeo simbólico acerca de la felicidad asociada a la posesión de dinero (todo el que se pueda), al consumo de bienes y servicios caros, y al disfrute y felicidad que se consiguen en los centros comerciales, las vacaciones en el extranjero (con destino a los centros comerciales), los hoteles y el turismo exquisito que hay quienes no conciben que exista algo con más encanto (magia y fantasía) que eso.
Y gracias a esto, la cultura de derecha ha arrinconado o incluso ahogado (no pocas veces incorporando) otras tradiciones y expresiones culturales.
La cultura de izquierda no ha escapado a este avasallamiento. ¿Fue inevitable que ello sucediera? ¿Tuvo la cultura de izquierda la capacidad de resistir? ¿Tuvo su encanto en algún momento?
A la última pregunta se puede responder con un firme sí, pues a lo largo del siglo XX el atractivo de la cultura de izquierda para amplios sectores sociales, especialmente para la clase media, fue extraordinario.
Fueron muchos sus polos de producción cultural: Rusia, Alemania, Francia, Italia, España, Brasil, Argentina, México, Chile, Cuba, Nicaragua… En diferentes épocas y con énfasis propios en cada nación y tradiciones culturales se generaron expresiones musicales, poéticas, narrativas, pictóricas, filosóficas, etc., que hicieron de la cultura de izquierda algo rico, diverso y creativo, que la convirtió en algo atractivo para quienes establecían contacto con ella.
Esta veta cultural dio aliento a una dimensión pasional del quehacer de los militantes de izquierda sin la cual es imposible que asumieran compromisos en los que estaba en juego su integridad personal.
Por supuesto que la cultura de izquierda desarrolló una dimensión conceptual, analítica, fría y objetiva (tras las huellas de Marx y Lenin, los grandes marxistas fueron extraordinarios analistas económicos, políticos y sociales) que a primera vista puede parecer sin encanto alguno. Sin embargo, eso fue sumamente atractivo y seductor, sobre todo cuando se acompañaba de capacidades oratorias y de escritura que posicionaban a sus cautivadores como personalidades políticas e intelectuales de primer nivel. En otro orden, la disciplina partidaria , la clandestinidad y su misterio, y la disposición a la entrega por la causa del socialismo-comunismo también tuvieron su encanto para quienes, desde fuera, se imaginaban a seres fuera de lo común en sus convicciones y contextura. Tina Modotti, Dolores Ibárruri (“La Pasionaria”) y Ernesto “Che” Guevara fueron la viva expresión de esta dimensión pasional y disciplinada de la izquierda.
Pero la cultura de izquierda no sólo fue eso. Diversas expresiones artísticas e intelectuales encontraron su cauce en ella.
El pensamiento filosófico y político alemán; la novelística rusa (en sus muchas expresiones, incluido el realismo socialista); el humanismo filosófico en los países del Este (y sus pujas con el materialismo dialéctico); la filosofía, la poesía y la pintura en España; la heterodoxia marxista en Italia, Polonia y la ex Checoslovaquia y la ex Yugoslavia; el muralismo y la música popular chilena; la música andina (¡cómo no mencionar el Cóndor pasa!); la nueva trova cubana; la salsa panameña; la poesía, la novela y el cuento en Perú, Guatemala, Nicaragua, El Salvador y Uruguay; el ensayo, el periodismo y la poesía en México… En fin, fueron muchas las formas, los estilos y los géneros artísticos e intelectuales en los que se expresó la cultura de izquierda en el siglo XX.
Una cultura que irradió hacia amplios sectores sociales, que hicieron suyos las palabras, los gustos, los valores y las opciones (no necesariamente hasta las últimas consecuencias) propios de la izquierda.