José M. Tojeira
El Salvador necesita solidaridad. El sistema de pensiones no es solidario. El acceso al agua potable tampoco, salvo en los lugares donde son las mismas comunidades las que lo administran. Ni el sistema de salud o el educativo son verdaderamente solidarios. Mucho menos los empresarios que defienden salarios mínimos indecentes con el cuento de que más vale un mal salario que no tener trabajo. El propio sistema económico salvadoreño está más construido sobre el sálvese quien pueda individual que sobre valores comunitarios. Mientras el pueblo salvadoreño lucha por ser solidario, por mantener lazos de amistad y ayuda incluso desde la pobreza de los migrantes, en el interior del país seguimos impulsando y favoreciendo con mayor énfasis una economía que aumenta diferencias y desigualdades sociales. El progreso, la autosuperación, el estímulo a ser jefe y no empleado, el liderazgo, son como palabras mágicas que se repiten creando la fantasía de que creyendo en ellas se puede llegar a tener poder, riqueza o fama. El discurso empresarial de nuestro tiempo, con Trump a la cabeza, es hoy el nuevo “opio del pueblo”. Un opio mucho más peligroso que cualquiera de los del pasado, porque este promete el éxito a quienes tengan una competitividad agresiva, sin miramientos, individualista al cien por ciento, pasando por encima de cualquiera y traicionando cualquier sentimiento humano que frene la carrera hacia el éxito. Carlos Fuentes, ese gran escritor mexicano, describía espléndidamente ese estilo de búsqueda insaciable del éxito en su novela “La muerte de Artemio Cruz”. Pero los admiradores del poder y del dinero no aprenden con la literatura que nos muestra el vacío de una vida construida sobre el dominar a otros. Solo la ambición y la codicia les parece fuente de futuro.
Pero a pesar de que los grandes periódicos y medios de comunicación apoyan esta fanfarria del éxito individual, los valores de solidaridad no descienden en nuestro pueblo. No dan plenamente y aún el salto a lo político, pero se mantienen vivos. Tal vez por eso los grandes periódicos estén perdiendo lectores rápidamente en favor de la información que se produce en las redes. Con su imaginación y fantasía nuestro pueblo crea comunidades en torno al agua, produce a través de trabajos cuyo fruto se emplea en el desarrollo comunitario, tiene moneda propia en algunas experiencias de economía solidaria, a través de Arpas crea radios comunitarias que hablan de los problemas locales y desarrolla lazos intensos entre cantones y caseríos. Incluso a la hora de manejar el conflicto, tan duro en algunos lugares, nuestra gente encuentra modos pacíficos y pacificadores de salida del mismo. A pesar de la insistente propaganda, a pesar de que los rostros de los millonarios y sus cancerberos son los que aparecen con mayor frecuencia en los grandes medios, nuestro pueblo salvadoreño continúa con otras dinámicas.
En realidad los únicos que llevan al extremo ese afán de poder individual y enriquecimiento muchas veces ilícito son los delincuentes. Para muchos de ellos no hay vida que valga si se opone a sus deseos. Es el ejemplo que ven en otros, a veces presentados como prohombres, a los que no importa la dignidad y los derechos de los pobres con tal que a ellos les vaya bien. Son relativamente pocos los que confunden el ser con el tener, pero son probablemente los que mantienen a El Salvador en una situación que desde hace mucho tiempo es triste, a pesar de los avances que se han dado desde después de la guerra civil. Los que confunden el ser con el tener acaparando riqueza a través de medios presuntamente legales y los que confunde el ser con el tener desde el robo, la extorsión o la corrupción. Dos especies mucho más conectadas de lo que el pensamiento políticamente correcto quiere darnos a entender. La mayoría desea una sociedad más solidaria y justa, trata de vivirla desde el cuidado de sus familias y de sus valores, desde sus iglesias y desde su propia honestidad. Pero los maestros de la propaganda siguen sembrando otra visión de la vida, centrada en el individualismo y en lo que un sociólogo francés llama el “turboconsumismo”.
El Salvador tiene ejemplos de solidaridad intensos. Desde los mártires, que arriesgaron sus vidas y las dieron para que otros dejáramos de vivir en guerra y en abusos de poder, hasta tanta gente sencilla que cuida, que ama y que sigue multiplicando esfuerzos en favor de que otros caminen y avancen en la vida. Es esta corriente solidaria la más intensa, la que va forzando a que se den pequeños pasos, la que habita fuera de las colonias amuralladas, cercadas y alambradas, la que camina todos los días al trabajo, más allá de los atascos, del mal servicio de transporte o incluso de los salarios indecentes.
Hay esperanza para El Salvador, pero hay que seguir insistiendo en la palabra solidaridad. Desenmascarar a los charlatanes que prometen soluciones automáticas desde el mercado y desde la pura y dura libertad de empresa es necesario. Si hay cambios en El Salvador solo vendrán desde una sociedad cada vez más enraizada en y consciente de sus verdaderos valores, solidarios, generosos y empeñados en universalizar derechos básicos. Escuchar a los pobres es más necesario que escuchar a los millonarios para poder construir un país a todas luces distinto del que hoy sufrimos, con graves desigualdades salariales, de acceso al agua, a la educación o a la salud. Demasiadas veces se nos ha dicho desde la religión que Dios está en el rostro de los pobres. Pero las gafas oscuras del mercado y del dinero se empeñan, incluso con brutalidad si lo consideran necesario, en no mirarlos. Solo la solidaridad nos abrirá puertas al futuro.
Solidaridad y lucha de los solidarios, porque como decía Ellacuría, “ante la injusticia legalizada no cabe sino una impaciente exigencia y una incansable lucha”.
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