Iosu Perales
Es uno de esos países condenados al olvido. Solo tomamos en cuenta su existencia cuando sufre una nueva desgracia. Lo último que hemos sabido de este país medio muerto, medio vivo, es que hace diez años un terremoto de magnitud siete sepultó a más 300.000 personas y dejó a millón y medio sin casa. Todo ocurrió en 38 segundos que convirtieron el bullicio de Puerto Príncipe en una espesa nube de polvo. Se sucedieron los comunicados de solidaridad y, una vez más, se prometieron ayudas (13.500 millones de dólares) de los que la Organización de Estados Americanos (OEA) asegura que solamente ha llegado un 40 %. Pero esta es una película que se repite. Siempre hay buitres humanos sobrevolando las tragedias.
Sin embargo, me parece de interés destacar no únicamente las desgracias de Haití. Su pueblo afroamericano es un ejemplo de lucha por la libertad. Quienes se acerquen a la historia contemporánea podrán comprobar que entre 1791 y 1804 se desarrolló en la isla antillana una revolución que culminó con la declaración de independencia de Francia y el establecimiento de la primera república negra libre.
Entre los inicios del siglo XVI y la agonía del XIX varios millones de africanos procedentes de África occidental atravesaron el océano en condiciones infrahumanas. Muchos no habían visto nunca el mar y confundían sus rugidos con bestias a punto de devorarlos. Los esclavos levantaron las casas de sus amos, talaron bosques, molieron caña de azúcar, plantaron algodón, recolectaron café y cultivaron cacao y tabaco. Era habitual que los dueños de los esclavos marcaron sus nalgas con hierro candente. Adivinando su destino, en las travesías muchos se suicidaron con cadenas o se arrojaron de los barcos a aguas infestadas de tiburones.
No fue pequeña la gesta de los esclavos. El pueblo haitiano irrumpió con osadía y desafió a la modernidad encarnada en el universalismo de la Revolución Francesa que no contemplaba a los esclavos. El universalismo francés era particularista y respondía a un sector hegemónico. Los esclavos haitianos se apropiaron del universalismo de la revolución francesa poniendo de relieve que sus pretensiones de igualdad y libertad eran eurocéntricas. Haití puso a prueba la revolución burguesa europea, al confrontarla con la lógica de la esclavitud y de la explotación colonial que hacía posible sostener a las metrópolis. Y es que se olvida sospechosamente que la esclavitud fue un pilar decisivo en la financiación del capitalismo moderno.
La igualdad universal y la fraternidad humana de la revolución francesa no cuadraban con la dominación colonial de Haití. Las vergüenzas europeas fueron aireadas por una revolución de esclavos. Tal vez es lo que explica el silenciamiento que ha ocupado Haití durante siglos en la historia oficial internacional. La de Haití no fue solo una revolución victoriosa, sino que además fue una revolución conceptual que removió las categorías existentes. Claro que la represión posterior sobre la población haitiana fue brutal. La afrenta le costó cara.
Hoy día, merece la pena recordarlo, Haití es un país atrapado aún en el colonialismo y el expolio. Las ayudas humanitarias, la reconstrucción y la democracia, son tres ámbitos por los que se siguen colando el enriquecimiento de unos pocos que controlan el ingreso de dólares y euros al país, la cronificación del autoritarismo que concentra la propiedad y el poder político, y los negocios ilícitos. Con casi once millones de habitantes, el 80 % vive bajo el umbral de la pobreza, sobreviviendo a epidemias, violencias sociales y represión política. Es el país más pobre de América Latina y uno de los más pobres del mundo.
“Haití la negra, llorando está” dice Pablo Milanés en una canción. Condenada al olvido por quienes le colonizaron vive también el olvido latinoamericano. Cuando se conmemoran las independencias americanas por gobiernos de diferente signo, Haití no cuenta, queda invisible, siendo el país que inauguró el proceso emancipatorio. Antes de fundarse como estado libre en 1804, contaba con una población de algo más de medio millón de habitantes, de los que el 80 % eran esclavos, la población negra libre el 5 % y los colonos el 7 %. Los colonos bancos acaparaban el 70 % de la riqueza y el 75 % de los esclavos. Los negros libres, afrancesados, tenían el 50 % de la tierra y el 25 % de los esclavos.
En un escenario de explotación criminal de los negros, desigualdad y racismo, la sublevación haitiana comenzó en el norte de la isla, donde se localizaban las plantaciones de azúcar de mayor extensión y que albergaban al 40 % de los esclavos de la colonia. Con apenas doscientos esclavos, pronto sus líderes, François Dominique Toussaint de Louverture, Jean-François y George Biassou, lograron organizar un ejército y trasladar la lucha al resto del territorio.
Desde su independencia en 1804 no ha conocido la democracia. Sobrevivió a la larga noche del dictador François Duvalier, conocido con el sobrenombre de Papa Doc, quien con sus Tonton Macoute (escuadrones de la muerte) sembró el terror desde 1957 hasta su muerte en 1971. Le sucedió su hijo Jean-Claude que siguió haciendo del asesinato su arma política favorita. Así hasta que el sacerdote salesiano Jean Bertrand Aristide, una de las voces de la teología de la liberación, liderando a su partido Lavalas, ganó las primeras elecciones democráticas en 1990. Enseguida fue cercado por los militares que lo derrocaron en septiembre de 1991 y lo apartaron del poder, hasta octubre de 1994.
En el 2000 volvió a concurrir en las elecciones y las ganó de nuevo. Pero otra vez fue derrocado ante el silencio cómplice de la comunidad internacional liderada por Francia, Canadá y Estados Unidos. Poco antes de producirse el presidente haitiano había exigido a Francia una reparación histórica. Aristide fue obligado a exilarse en Sudáfrica. Desde entonces el país está intervenido por las Naciones Unidas, mediante la Misión de Estabilización de la ONU para Haití. Esta misión acaba de concluir después de quince años, pero según Naciones Unidas no abandonará a Haití que sobrevive con un gobierno precario y de transición.
El poeta haitiano Antonhy Phelps, tras el terremoto de 2010 escribió este lamento: Había una vez un País/Había una vez una Ciudad/Pero dónde, pero dónde/Pero dónde.