Hambre de cenizas

Por Mauricio Vallejo Marroquín

 

Cuando el cipitío salió de la cocina con el sombrero empapado de ceniza, eructaba humo de brasas y miradas de niño recién nacido. Los gallos sacudiendo sus alas habían despertado rocío en las hojas del limonero que bailaban con el canto de los zenzontles.

Se fue a adormecer sus ojos negropacún, acostado en la hierba donde las mujeres lavan ropa sudada por arados y echan río den los cántaros.

Con los párpados caídos escucha el murmullo del agua que salta sobre las piedras y las risas juguetonas de los jóvenes. Cruza los brazos y se cubre el rostro. Viene desde hace siglos: empanzado de cenizas y oloroso a flores silvestres. Para siempre niño, para siempre único. No es lo mismo que antes. Está vivo pero siente la cadena que apresó a su raza. Y no es que le interese tanto la época de la piel de bronce, sino que unos pocos despellejaron la gloria de su pueblo y comenzaron a alfombrar elegantes salones.

Cuando su madre era princesa y él subía despacito los escalones del templo para ir a ver cómo aparecía el sol temblando de frío, no surcó en su mente ni el más leve presagio de una futura sumisión. El “Justo Juez de la Noche” cuidaba de pirámides y chozas. Aún después que su madre fue castigada por los dioses, pensó que la justicia siempre cruzaría triunfante las tierras del trópico sin obstáculos y sin prostituirse.

Está cansado y se va a cobijar con el sueño. No tiene interés de ir a escudarse detrás de las hojas de quequeisque para ver cómo se desliza el agua en la desnudez de las jóvenes. Por un agujerito oyó la radio y vio la TV, y esto le trajo a golpes los tiempos de la conquista, cuando él todavía comenzaba a enamorar la Luna.

Tiene agrietado el corazón de esperanza y húmedo de fe en un mejor porvenir. Hay mujeres que hasta no creen en él, aunque algunas han escuchado sus palabras de amor. La gente lo olvida. Creen más en gnomos, dragones y castillos repletos de hadas.

Pela los dientes y encoge los hombros. Por más que lo nieguen él ahí estará; tirando ramitas de velillo en los patios o comiéndose la ceniza de las cocinas.

La luz del día besa el frágil cuerpo del Cipitío y seca ropas y cuerpos de mujeres. Él se duerme con el presente vestido de harapos y estrellas para el sueño, como cuando bajaba del templo después de ver al Sol esconderse arropado de pitahayas.

 

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