por Mauricio Vallejo Márquez
Extraño el campo y todo su abrazo de madera, hojas y brisa. Esas tardes apacibles que parecían una caricia o un abrazo sereno antes que llegue la noche. Caminar por las veredas sintiendo la irregularidad del suelo en mis pies mientras sorteo piedras y ramas, lo extraño más que mi infancia.
Al habituarnos a lo que nos acostumbraron con el concreto y el pavimento cada vez le damos menos lugar a lo que en verdad somos: parte de la naturaleza. Vamos llenando nuestra vida de cosas que no son en realidad necesarias.
Poco escucho los pájaros y menos los veo cruzar por el cielo. Me gustaba que al menos los oía cuando despertaba por la madrugada, hoy ni eso. El urrar de los pericos a las 5:00 de la tarde solo es un difuso recuerdo, igual que las tardes que me acostaba sobre la hierba y veía las historias que las nubes me contaban. Aún disfruto escapar de lo que llamamos realidad para de verdad ser eterno en el instante que soy parte del todo.
He cambiado, como la mayoría, esos momento conmigo mismo por la absurda y denigrada cotidianidad que me da vivir en una casa de ciudad y el grillete del empleo que a veces parece más una esclavitud disfrazada con su capataz y todo.
El tiempo nos hace cada vez menos humanos. Y lo peor de todo es que ni siquiera nos damos cuenta, hasta que parece tarde.
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