Álvaro Darío Lara
Escritor y docente
Hace escasos días falleció, trágicamente, la ex estrella de los míticos Lakers, el extraordinario basquetbolista Kobe Bryant (1978-2020), junto a su hija y promesa deportiva, Gianna Maria, de apenas 13 años. Así mismo perdieron la vida siete personas más, en ese aparatoso accidente aéreo del cual nos han informado ampliamente los distintos medios noticiosos.
Apodado la “Mamba negra”, en alusión a ese ofidio de fatídica picadura, Kobe Bryant, logró algo más que la fama mundial por sus destrezas en el baloncesto, alcanzó el cariño y la admiración del público, quien se identificó con el héroe de carne y hueso, cuya historia, es la historia de todos: glorias y caídas.
Por esa intrínseca condición humana, donde lo maravilloso no exime lo terreno, es que los grandes como Kobe Bryant, son recordados y queridos por siempre. Justas, entonces, son las palabras, de otro grande, Diego Maradona, el astro del futbol, cuando declaró a la prensa, ante la desgracia sucedida: “Hasta la vista, leyenda”.
Y es que después de nuestro breve tránsito por esta “Casa de las Criaturas” (como llamaron los mesoamericanos al mundo que conocemos), todo pasa a la región del polvo y de la leyenda, si acaso.
Lo sucedido a Kobe Bryant, a su hija y al resto de la tripulación del helicóptero, nos instala una vez más, en la ineludible condición humana: la muerte, o mejor, la “transición”, como la denominan algunas escuelas místicas, quienes aseguran que sólo cambiamos de forma, ya que regresamos nuevamente en otra envoltura carnal, hasta complementar numerosos ciclos que nos llevarán a nuestra integración final con el Universo.
La muerte, al igual que la vida, es un misterio. Para los antiguos romanos las diosas que regían el destino eran las Parcas (las Moiras griegas): Nona, Décima y la inexorable Morta, esta última hilandera, como sus dos hermanas anteriores, era la encargada de cortar el hilo de la vida; la que determinaba el “hasta aquí” de los efímeros.
Lamentablemente nuestra cultura occidental, rara vez nos educa para la vida, y menos aún, para la muerte. La muerte está ahí siempre. Pero vivimos de espaldas a ella, ignorándola, temiéndole, pese a que esta puede llegar “como el ladrón en la noche”, es decir, en el momento menos esperado.
Ya nos lo dice el genial Manrique en las “Coplas a la muerte de su padre”: “Nuestras vidas son los ríos/que van a dar en la mar, /que es el morir:/allí van los señoríos, /derechos a se acabar/y consumir;/allí los ríos caudales, /allí los otros medianos/y más chicos;/y llegados, son iguales/los que viven por sus manos/ y los ricos”.
La vencedora muerte empareja a príncipes y villanos, como en los tenebrosos grabados del ilustrador europeo del siglo XVI, Hans Holbein.
Comprender y aceptar a la muerte como un proceso natural de la vida, elevando nuestro rostro, diariamente, a quien es Fuente de todo lo existente, nos auxiliará, llegado el momento, a enfrentarnos en paz con esta realidad.