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¿Hay alternativa a la autodestrucción?

Tomado de Agenda Latinoamericana

Jordi Corominas

Sant Julià de Lòria, Andorra

Una cosa puede afirmarse con certeza: la continuación del estatus quo, del sistema capitalista global tal y como lo conocemos actualmente, es una imposibilidad ecológica.

El capitalismo, para mantenerse estable, requiere una tasa constante de crecimiento. Una tasa de crecimiento relativamente modesta del 3% anual implica duplicar la economía mundial cada 25 años. Por tanto, un crecimiento “saludable” implica siempre un crecimiento exponencial. Como señaló hace mucho tiempo el economista Kenneth Boulding solo un loco o un economista podrían creer que el crecimiento exponencial puede continuar para siempre en un mundo finito.

Hoy, el decrecimiento no es una opción, sino que es una necesidad impuesta por la imposibilidad de un crecimiento económico eterno del que ya experimentamos efectos devastadores. Serge Latouche lo expresa con claridad en su lema: “Decrecimiento o barbarie”. Solo puede seguir creciendo una parte de la humanidad matando literalmente a la otra. La única posibilidad que la humanidad en su conjunto tiene de sobrevivir está basada en la frugalidad y la autolimitación.

El gran enemigo del decrecimiento es el sistema económico y la religión que lo mantiene: el consumismo desaforado y la obsesión por el enriquecimiento económico. En un mundo donde los millonarios son envidiados y la población queda deslumbrada por el brillo de los grandes lujos el decrecimiento no parece algo atractivo. Sin embargo, numerosos “estudios de felicidad” verifican lo que las enseñanzas religiosas tradicionales siempre han mantenido: más allá de cierto punto, un mayor consumo no aumenta la felicidad general.

Unos hábitos austeros y unas altas dosis de solidaridad y empatía mejorarían la vida física de la mayoría de la humanidad y la vida espiritual de las minorías ricas. Como afirmaba Gandhi: “La tierra proporciona suficiente para las necesidades de cada hombre, pero no para la codicia de cada hombre”.

Se dice que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo y, en efecto, los medios de comunicación de masas no paran de evocar escenarios apocalípticos: III Guerra Mundial, invierno nuclear, virus que matan a la mayor parte de la humanidad, entrada ya en el punto de no retorno del cambio climático.

No sé encontrará en ellos esbozos de un sistema económico que nos permita evitar la catástrofe, el punto de no retorno. No obstante, desde la segunda mitad del siglo XX, cuando quedó claro que el modelo soviético de planificación central ya no funcionaba, se han realizado muchas investigaciones sobre estas alternativas viables al capitalismo.

Las razones por las que son tan poco divulgadas y conocidas son diversas, la más obvia es que los privilegiados del sistema actual defienden con uñas y dientes sus privilegios, pero también es cierto que siempre es más fácil destruir que construir, ser agorero que dibujar futuros posibles, dejarse llevar por el miedo que invertir esfuerzos en la reflexión para salir adelante.

Entre los diferentes modelos me parece muy interesante el de la “Democracia Económica” de David Schweickart, que mantiene la eficiencia del capitalismo y es compatible con la sostenibilidad ecológica. Schweickart señala que el “mercado libre”, tan venerado por los capitalistas, en realidad está compuesto por tres mercados distintos: Mercados de bienes y servicios, mercados laborales y mercados de capitales.

Schweickart argumenta que debemos mantener mercados competitivos (bien regulados) para bienes y servicios, preservando así los incentivos para una producción eficiente, pero que la mano de obra (mercados laborales) debe democratizarse.

Las empresas económicas no financieras deben y pueden ser gobernadas por quienes trabajan en ellas y el capital (mercado de capitales) debe democratizarse reemplazando Wall Street y la mayoría de las otras instituciones financieras con un sistema bancario público.

En la Democracia Económica, prácticamente todas las nuevas inversiones provienen de fondos públicos. Por lo tanto, la inversión puede dirigirse específicamente a cumplir objetivos ambientales: energía renovable, empleo alternativo para los trabajadores afectados negativamente por el cambio de los combustibles fósiles y de aquellos sectores cuyo objetivo es alentar a los “consumidores” a comprar más y más cosas. La asignación de inversiones puede alentar una producción más localizada, formas de agricultura más saludables y ambientalmente más sostenibles, etc.

En resumen, democratizar el capital significa obtener una medida de control sobre nuestro futuro económico y ecológico. Porque, como ha señalado el economista James Galbraith, los mercados son útiles e importantes, pero tienen dos defectos imposibles de erradicar: los pobres y el futuro no cuentan. Y este problema solo se ha intensificado con el dominio cada vez mayor del capital financiero.

Se dirá, con razón que este sistema aún no existe en el mundo real, o solo en germen en algunas empresas cooperativas, y que el tiempo apremia. Y sí, quizás sabemos que existen alternativas sostenibles a la autodestrucción, pero ¿como caminamos hacia ellas?

En primer lugar, debemos realizar ingentes esfuerzos de ingeniería científico-tecnológica para lograr la sostenibilidad. El economista Robert Pollin sugiere la necesidad de una inversión masiva y a escala global en energías renovables y prácticas de consumo eficiente.

Pollin considera que debe priorizarse la reducción de los combustibles fósiles, por delante incluso del descenso del consumo energético, ya que ésta es responsable de cerca del 74% del total de emisiones globales de efecto invernadero. En segundo lugar, es necesaria una gobernanza mundial y la participación de las iniciativas locales en la planificación mundial a gran escala.

Esto quiere decir avanzar en estructuras democráticas desde los lugares de trabajo hasta las instituciones mundiales. Y, en tercer lugar, como agentes impulsores de estos cambios, necesitamos un “Movimiento Ciudadano Global”, un movimiento capaz de lograr una influencia decisiva, es decir, el poder político, en países individuales, sin perder de vista la naturaleza inevitable del proyecto a nivel mundial.

Por supuesto, que haya alternativas a la autodestrucción y que incluso puedan dibujarse caminos transitables para un mejor futuro no significa que no triunfen los escenarios apocalípticos: Las fuerzas derechistas (bien financiadas) del fascismo posmoderno imperante, seguirán defendiendo los privilegios de una minoría a costa de las futuras generaciones. Y vemos cada día la dificultad de resistir este fascismo: Por ejemplo, cuando la inmigración masiva empieza a afectar negativamente a muchos trabajadores y clases medias en los países de acogida, los partidos de izquierda, si no quieren perder votos, apoyan cuotas de inmigración más estrictas, por temor a una reacción fascista aún mayor, ¿pero que pasará si aumentan, como probablemente lo harán debido al crecimiento de la desigualdad y al mismo cambio climático, las corrientes migratorias?

Debemos reconocer que incluso si hay millones de activistas luchando por la justicia ambiental, solo estamos hablando de una pequeña fracción de los más de 7 mil millones de personas que poblamos el planeta. Además, la probabilidad de que mi compromiso personal, por activo que sea, haga una diferencia significativa en el resultado final del proyecto de transformación del sistema económico parece pequeña.

¿Cómo vencer entonces los incentivos permanentes para el desanimo, la desesperanza y el cinismo, el arma más poderosa del poder? Quizás para persistir, incluso bajo el fracaso y la sensación de impotencia, se necesita algo más que una ética, se necesita experimentar que es precisamente en la solidaridad y las luchas compartidas por la vida donde vencemos el absurdo de la existencia y encontramos una felicidad inconmensurable con la que proporciona el consumo, la acumulación de bienes y el desprecio por el planeta tierra.

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