René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
En términos simbólicos, tan importante como la navidad es el inicio del nuevo año, pues está aromado con las mismas paradojas y fascinaciones y preguntas. ¿Es una verdad escandalosa o es una mentira piadosa que Dios se hizo hombre para que los hombres no se hicieran dioses? No creo que sea el momento de debatir esa paradoja teológica y escatológica que a nadie le preocupa, nada más hay que decir, o nada más hay que creer, que lo subyugante, que lo que trastoca los hilos del alma, que lo que escarba nuestros cuerpos hasta desenterrar lo mejor que tenemos oculto en un rincón del alma, es que probablemente no haya un tan solo corazón que, siendo sincero consigo mismo, no disfrute hasta el fondo el denso misterio cultural que tiene el último día del año –o el primer día del año siguiente, todo depende de las perspectivas- ese misterio que, sobrepasando su talante estrictamente subjetivo, nos hace pensar en el futuro de forma objetiva y diferente.
Y entonces, haciendo un balance de lo que hemos sido y somos a partir de lo que hacemos por cambiar lo que somos, el futuro puede verse como un río bendito y virgen en el que, cansados por un viaje que parece eterno, nos lavaremos los pies de la pobreza acumulada por siglos. Sin importar las necias circunstancias que heredamos, siempre hemos tenido la oportunidad de abismarnos en el futuro como en un espejo sin fondo y descubrir, asombrados de nosotros mismos, que estamos llenos de esquirlas de infinito puro, aunque éstas sean más breves cada día que vivimos, y entonces nos topamos con el embrujo inconmovible de la nostalgia que estamos obligados a construir, ladrillo a ladrillo, para evadir las pesadillas del presente. Y luego está la vida alternativa, la vida como promesa, la vida como un culto a la muerte que nos haga más sensato con nosotros y con los otros y con la realidad; y luego está el vuelo de las libélulas que, por instinto de sobrevivencia, imitan a las luciérnagas furtivas porque saben que la paciencia es la mecedora en que descansa la utopía, y ese es un llamado a abrirnos para abrir el presente.
Sin duda alguna, los resultados electorales de 2019 y los delirios de navidad y de año nuevo nos enseñan que hay que abrirnos en el presente para abrir el futuro, o sea que no hay otra alternativa ni otra esperanza que ser un ateo increyente, un abridor de puertas, un abridor de mentes y conciencias. Si no nos concentramos en abrirnos y en abrir no nos veremos en la otra esquina, no podremos anticipar lo que se viene encima; si nos recluimos en la cárcel del conformismo y la apatía y los dicterios sin sentido terminaremos recluidos en nuestros propios escombros y miedos y corrupción del alma; nadie bajará del cielo y nos librará de todo mal ni de tanta ruina, aunque pongamos el mejor y más lujoso de los pesebres o comamos doce uvas gigantes a las doce de la noche en punto para recibir el año nuevo. Ha llegado la hora de los ateos increyentes porque ya pasó la triste hora de rezar por rezar, ya que treinta años de rezos son demasiados hasta para los más devotos y fieles creyentes; ha llegado la hora de abrir de par en par nuestros inviernos; ha llegado la hora de terminar con los rituales absurdos como ese de salir a las doce de la noche a pasear una maleta para augurar viajes imposibles; ha llegado la hora de la otra orilla habitada por el pueblo. Hemos aprendido –deberíamos haber aprendido- que el verde de los sueños está siempre en la orilla del otro, en la orilla de los otros que descubrimos que somos nosotros.
En este último día del año en particular (no importa si festejamos haber sobrevivido al año viejo o celebramos la oportunidad del año nuevo), después de quitar del pesebre del imaginario las figuritas corrompidas de las desilusiones más atroces, debemos aprender a ser migrantes en nuestra tierra; aprender con las infinitas distancias que separan a los brazos que se aman y que nos hacen recordar en defensa propia. Ya mañana tendremos tiempo de bendecir los surcos de las horas con su repetición de la hermosa fatiga de construir un mejor país; en una mano colectiva se producirá la magia del azar de la semilla que alimentará con los ojos vendados; el futuro será una bendición y no una maldición, porque como barco pirata atracará en el muelle de la esperanza y llegará sin esclavos, ni condenas, ni cadenas, ni riquezas robadas, ni verdugos en la proa.
Este es el último día o es el primero, nosotros decidimos. El futuro está en nuestras manos como sólo en una ocasión había estado (no hablemos de esa ocasión en este momento porque no tiene sentido hacerlo), y estamos obligados a ampararlo. Los enemigos del pueblo quieren ametrallar ese futuro desde el miedo, expropiarle los enigmas, privatizarle los códigos de la felicidad para que la ceniza de las luchas revolucionarias no vuelva sobre sus pasos hasta descubrirse como fuego originario y haga de nuevo el conteo de la muerte como una condición de la utopía.
A estas alturas de la vida, en el último día o en el primero, el muro de la ignominia me prohíbe lo que no debería estar prohibido; piedra a piedra me insulta y me deja sin tiempo libre para subir a la montaña y oír su adictiva sonrisa; me deja sin tiempo para acumular nostalgias debajo de los pinos que se atreven a meterle un dedo al cielo… ya no tengo tiempo de lavarme la cara con el viento y oxigenar la sangre del alma. Son las doce de la noche y voy a tapiar los ojos y a cegar los oídos y verter otro río sobre mis redes de Quijote desahuciado y plantar un amate imaginario y liberar la piscucha que me arrastre por los cielos, lejos de las confabulaciones de la historia, lejos de las máquinas que esclavizan, lejos de los horarios de quienes ofrendan su vida sin recibir un salario decente. De este lado del muro es un fiasco ese río que me invento, no me moja los pies, no tiene aroma la flor que levanto con un beso y mi huracán interino ni siquiera es capaz de barrer mis oídos para que la reventazón de morteros sea un presagio.