Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Largas décadas, y acaso siglos, inmersos en una sociedad, en una cultura, de notable raíz violenta, han calado muy hondo en el alma nacional, hasta producir una completa desfiguración psicológica, actitudinal, emotiva, en el ser individual, y colectivo del país.
El triste resultado de tanta conflictividad social, ha sido el profundo deterioro de los valores humanos y éticos, palpable en todos los ámbitos: desde la familia, la escuela, el vecindario, hasta la institucionalidad estatal, religiosa y empresarial.
Raros son, ahora, aquellos ambientes familiares, laborales, públicos, donde impera la tolerancia, la cortesía, el respeto y la solidaridad. Frecuentemente se advierte en nuestra ciudadanía la hostilidad, el miedo, la tensión, la actitud a la defensiva, hasta en los más mínimos aspectos.
Triste es advertir que en las áreas laborales, donde las relaciones de compañerismo y ayuda mutua entre las diferentes jerarquías administrativas, debieran ser la norma, sucede todo lo contrario. Se busca en primera instancia, vulnerar –gratuitamente- la dignidad del otro, mediante la violencia verbal y los comportamientos y procederes anómalos y antojadizos, algunos, claramente ilegales.
Gravísima es esta cultura del rumor, de la calumnia, de la injuria – imperante en los grupos familiares, comunales, institucionales- tan infelizmente extendida. Sobre ella se apoyan quienes se dedican a obtener “privilegios” o “posiciones”, gracias al nefasto empleo de su lengua. Ahí están los hombres y mujeres, jóvenes y viejos, al acecho de lo más nimio de la vida ajena: quién dijo qué; quién entró o salió de dónde; con quién se conversaba; quién obtuvo el ansiado aumento; quién fue trasladado de cargo, y una lista casi infinita de aspectos accidentales, que a nadie –juicioso y sereno- debieran morbosamente interesar.
Ya lo decía el Sabio de Ojai, Krishnamurti, en su precioso opúsculo intitulado “A los pies del Maestro: “Lo que otra persona haga, diga o crea, es cosa que no te importa, y debes aprender a dejarla completamente a su albedrío”. Y todavía más: “No desees hablar. Bien está hablar poco; mejor aún es callar del todo, a menos de que estés perfectamente seguro de que lo que vas a decir es verdadero, bueno y útil. Antes de hablar, considera atentamente si lo que vas a decir reúne aquellos tres requisitos; si no los tiene, guarda silencio”.
¡Cómo cuesta a los salvadoreños no interferir negativamente en la vida y asuntos de los demás! Como animalitos van pegados a las ventanillas de autobuses y automóviles, pendientes del prójimo, revisando su indumentaria, su expresión, lo que visiblemente porta; pretendiendo adivinar de dónde viene, hacia dónde va, qué le preocupa. Prácticas verdaderamente asfixiantes y propias de sociedades muy primitivas.
Terrible es el hábito de saludarse aplicando un desagradable cuestionario a la persona, que por desgracia, se cruza en el camino del metiche.
Ojalá un día logremos revertir esta mala costumbre que daña de forma superlativa nuestra tranquilidad social, y que constituye –frecuentemente- la causa de fatídicos y sangrientos desenlaces.
Ya lo reitera Krishnamurti: “Gran parte de la conversación usual es frívola e inútil”. Sepamos entonces, atar la ansiedad, la perversa lengua, y prudentemente, callar.