Por Wilfredo Arriola
No tener nada que decir no es lo mismo a saber que callar, sin lugar a duda. Todo a su momento, a su tiempo, al ritmo que dicta el presente. Los consejos, las personas, las despedidas, aunque estas últimas tardamos más en comprenderlas. Con el tiempo uno logra descifrar que quizá si había razón, que lo que se sufrió no dolía para tanto y que la experiencia de lo penado hizo la construcción de la enseñanza que se profesa. Muchas veces esa experiencia se tarda tanto en llegar que no llega nunca y no saberlo es parte de un castigo.
Hay miradas que envejecen mejor que otras, saben poner las palabras precisas en el momento oportuno, han transitado el dolor y como fiel caminante de esas veredas tienen el valor de saber pronunciarse o de saber callarse. Muchos consejos se dieron sin pedirlos, aunque esos sin el permiso de ser dichos, se quedaron para siempre, irrumpen en lo de uno y se instalan. Muchos recordaran consejos de amigos, de sus padres, de ancianos o de aquel que no sabemos bien por qué, lo encontramos en un lugar extraño para decirnos lo que no dijo. Quizá un vagabundo, un niño en su inocencia, una señora después de su faena, un extranjero poniéndole belleza a lo que es nuestra rutina. Algunas palabras se quedan para siempre, tanto así, que luego se dicen como propias, no sé si será justo, pero sí, eso habla por nosotros.
En medio de los momentos más difíciles se escuchan, en los hospitales, en los cementerios, de noche cuando el rumor del día se ha acabado, después de una perdida… Cuando más lejos de todos estamos, es cuando más cerca estamos de nosotros mismos. Frente a frente a disponer de aquellos consejos, o sacar de la nada alguno que por la necesidad de la decisión surge a dar batalla como último recurso. Los limites enseñan más que la holgura de la impostora paz. No mencionaré alguno que me tocó, porque lo considero muy personal, y las palabras a ciertas horas del día o de la vida siempre parecen grandiosas o ridículas. El momento determina su valía y desde luego, como se quedan con nosotros. Mi mejor consejo, podría resultar para otra persona un tópico sobrevalorado, pero para mí en su momento, resultó ser la vida, la luz o las puertas que se abrían para entenderlo todo de mejor manera. Todos avanzamos sobre una vida personal a nuestra manera y sobre todo muy a nuestra desdicha. Respetar el dolor ajeno es loable, lo sabremos en mejor medida cuando alguien se pare frente a nosotros y sepa entender esas palabras. Hay silencios que se respetan más que algunas palabras, porque hay presencias o recuerdos que solo con estar hacen que nosotros encontremos las nuestras.
No tener nada que decir no es lo mismo a saber que callar. Que ese silencio albergue respeto y no la cruda indiferencia del desinterés del dolor ajeno.