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«He sido esclava siempre» por Myrna de Escobar

Narrativa

Por Myrna de Escobar

 

Resignarse… es lo que me queda, decía Lila contemplando sus dedos torcidos a fuerza de artritis. Su plegaria arrastra una pena enorme, asfixia su mente, le roba el sosiego. Cuatro veces madre y ahora estaba sola con su vacío. Sentada al pie de la ventana recorría en su mente la tersa piel de la niña que poco tiempo acarició, chelita, como su padre. Llegó donde Mamá Laura a llorar de rabia, a rumiar emociones, a descargar la conciencia.

— ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

— ¡Es lo mejor, mujer! ¡Son cuatro mugrosos ya! ¿Cómo vas a criarlos vos sola?

Lila estrujaba los bordes de su delantal, impotente. Le habían vendido a la niña, pero ella no lo sabía. Fue adopción, hubo billetes bajo la mesa, cuchicheos que no entendía. La paz en el país se firmaba cuando ella se desprendió de la pequeña Concepción.

— ¡Se fue muy lejos, mi niña! ¡Mi niña! ¡Ayudame, Dios Santo!

Verla llorar era mucho para las hijas de mamá Laura. Ella, sin estar emparentadas, la hizo sentir especial desde la primera vez que la vio sollozar en el jardín, mientras regaba las plantas. Iba camino al supermercado cuando se conocieron. La buena señora la abrazó hasta quedar ambas en silencio.

— ¡Lila, Lila! ¡Reacciona, mujer! ¡No te vas a morir ahora que tenés 3 cipotes!

— ¡Ayúdame, hija! —gritó mama Laura.

Lila se desmayó. Madre cuatro veces y ahora se encontraba sola.

— ¡Ayuda…por Dios! —exclamo alguien más desde la habitación.

Los pasos se atropellaron al instante. Lila volvió en sí tras sentir el tapón de alcohol sobre su nariz, luego, continuó exaltada.

— Hija, hija. Hijaaaaa! ¡No quiero perder a mi

niña!

A los ojos de todos, —y de mamá Laura, en particular —, aunque entendible era irracional su angustia cuando no disponía de techo propio donde aguardar cuatro criaturitas ya. Mamá Laura preparó un café de palo, bien cargado, y lo puso delante de Lila. Ya más resignada. Devoró el marquesote sollozando como niña asustada. No había probado bocado en toda la mañana.

— Mi calvario va a acabar cuando me muera.

—dijo a mamá Laura. Esa casa conoce mis fatigas y dolamas. Me esfuerzo por agradarlos, pero no resulta. Me tiran la sopa, los platos y la cazuela cuando no les gusta lo que cocino, trabajo a horas y deshoras y a nadie le importa. ¡No hay día libre, vacaciones… NADA!… Ayer me hizo lamer la comida del piso, me arrojó unas tortillas frías porque dice que yo me robó la leche a escondidas. Pero… qué hago si tengo haaambre.

Mamá Laura le tapó la boca. El timbre del teléfono sonó con insistencia. Era hora de volver al trabajo. La mujer, esclava de sus tormentos, emprendió la marcha, resignada. Acortó el camino, yendo por un atajo a comprar el francés, la semita y los aguacates para el desayuno. Una canción de Leo Dan ruborizaba su mente enamorada. Veinticinco años eran pocos, lo vivido; era mucho. Cuatro hijos y una niña que había sido vendida a una familia extranjera. Se enteró diecisiete años más tarde y de esa transacción no recibió ni un cinco partido por la mitad.

Se miraron un instante, Lila no cabía de alegría. Ella vio en su madre real su retrato incompleto. Diego la encontró en las redes sociales y se la mostró. No hubo tiempo ni de peinarse o ponerse polvos en la cara. La encontró mientras espiaba en Facebook:

— ¡La encontré por fin! ¡Ella es mi hermana!

El tiempo pasó y de aquel encuentro virtual solo quedó el recuerdo. La Concha no quiso saber más de su madre. Odiaba su nombre, le parecía mentira que la mujer de la video llamada fuese su madre biológica. No le importaba saber más de ella, ayudarla o visitarla. Al regresar a casa, la puerta de su abismo se abrió, cerró los ojos y resistió. El púber de la casa le había tocado por detrás, como lo hacía el amo y señor de la casa, como lo hacían todos los allegados, incluyendo Diego, a quien había dado a luz. Su hijo.

— ¡Qué más da! ¡casa y comida! — pensaba.

Para su hijo, ella era la criada, para las visitas algo que poder manosear, y se acostumbró a oír el ¡te callas y te aguanta porque eres la sirvienta! Nada más absurdo, abominable, mezquino, inhumano. Ese ambiente obsceno enfermo la débil mente de Diego, ahora también su verdugo.

Lila fue esclava toda su vida. Nunca conoció su lugar en el mundo, pero tampoco quiso denunciarlos.

— ¡Soy esclava! y qué? —Refutaba— cuando

le preguntaban por qué aguantaba todo sumisamente. En sus palabras debía estar agradecida, después de todo le habían acogido en esa casa cuando huía de un padre abusivo. La pesadilla era la misma, solo que en otra parte. Así debe ser, —pensaba.

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