Rafael Lara-Martínez
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Desde Comala siempre…
La deuda con el pasado no la consigna la ingenua loa freudiana al Nombre-del-Padre difunto, find un himno sacro en logos epitaphios que anhela la repetición. La asigna la resolución de enigmas pendientes hacia un futuro inédito….
0. Tan largo el olvidoHace más de medio siglo, ampoule al concluir la monografía Panchimalco (1959: 441-442), el antropólogo salvadoreño Alejandro Dagoberto Marroquín les delega el “estudio profundo y concentrado” del folclor a las generaciones futuras que se interesen en asentar “las bases firmes […] del arte nacional salvadoreño”. Su etnografía reconoce las fronteras inevitables que se interponen entre las ciencias sociales y “el pensamiento salvaje” popular (C. Lévi-Strauss, La pensé sauvage, 1962). La postura etnográfica excluye una memoria persistente que se enuncia, de manera diferente, por su teoría del orden cíclico de la historia y de la clasificación de los hechos.
Marroquín no sólo se niega a transcribir una documentación primaria, vital para descifrar una tradición. “Hemos tenido en nuestras manos muchos de estos libretos” que se caracterizan por su “notable anacronismo” (Marroquín, 1959: 428). También descalifica la memoria histórica de la comunidad por entremezclar personajes y épocas sin un orden temporal lógico, según el juicio científico vigente. Sólo se acepta válida una visión positivista y lineal en su continuo progreso inevitable. En el pueblo de Panchimalco se conservan “argumentos que, copiados a mano, existen en poder de algunas personas especializadas” (Marroquín, 1959: 428). Pero la “distribución de los personajes casi siempre es arbitraria y carece, en muchos casos, de base histórica” (Marroquín, 1959: 428). Los textos mezclan protagonistas de diversos períodos legendarios que a la exigencia occidental urbana le parecen un pensamiento pre-lógico.
“No pudimos cubrir debidamente todos los aspectos de la vida de la comunidad” como “la sabiduría popular” la cual, insistiendo, se tilda de caprichosa y sin “base” factual. “Los anacronismos de estos relatos son notables” (Marroquín, 1959: 429), por lo cual los excluye la etnografía científica a pretensiones holísticas. En su clásico Cuzcatlán típico (1958-1959) María de Baratta anticipa la transcripción de los textos —a veces bilingües, náhuat-pipil y castellano— los cuales Marroquín no registra. En un asombro de contradicciones, una etnografía de corte teosófico reproduce la documentación que otra, de índole científica, oculta por no adaptarse a su perspectiva racional. Acaso sólo un pensamiento pre-científico, el de Baratta, reconoce al indígena como “ser dotado de lenguaje (zoon logos ejon)” por la transcripción bilingüe de la memoria popular, mientras el inicio de una ciencia social le niega la capacidad de habla en su lengua materna y la de recordar los hechos pretéritos con una lógica singular.
La paradoja que el antropólogo les hereda a sus sucesores se duplica: transcripción e interpretación. No sólo deben rastrearse y transcribirse esos “argumentos” de los historiantes, pese al juicio peyorativo de la ciencia que los localiza. Al des-encubrirlos del olvido deliberado, no se avanza sino hacia una primera etapa. En seguida, una investigación más exhaustiva concluiría en la exégesis de esa visión, popular y distinta, de la historia nacional letrada.
En la segunda etapa, deben interpretarse los relatos “anacrónicos” en los que el propio Marroquín percibe “la idiosincrasia de los habitantes mejor que los fríos esquemas del dato sociológico” (Marroquín, 1959: 418). En el 2014, Johanna Marroquín Joachim recupera esos textos olvidados de una maleta lista para el basurero, llena de “cosas viejas”, y los comparte con un par de amigos: Mario Mata y Julio Martínez. Mata sale del país y Martínez se encarga de digitar y transcribir los originales. Al presente, gracias al tesón de Johanna Marroquín Joachim, Julio Martínez y otros investigadores, no sólo se cuenta con una transcripción, sino también con la adaptación al castellano estándar de siete libretos del pueblo de Panchimalco. Se intitulan “Historia del famoso renegado del cielo” (I), “Historia del famoso Partideño” (II), “Historia de la resurrección de Cristo” (III), “Historia del famoso Toledo” (IV), “Conquista. Historia memorable de la Conquista” (V), “Las tres coronas de Roma” (VI) y “Santa Marta” (VII).
Por azares del destino, esos documentos que censura el despegue de una antropología científica, llegan hasta Comala, al país de los Muertos y del Desdén…
I. De Baratta a los historiantes
Mi labor consiste en continuar un proyecto de interpretación que se inicia con El legado náhuat-pipil de María Baratta (Fundación AccesArte, 2012, en colaboración con Rick McCallister (RIP), http://plataformadecultura.com/9-publicaciones/2-titulo-de-la-publicacion-1.html). Tal conjunto de ensayos propone una lectura de varias danzas como teología popular sobre la Santísima Trinidad y la Sagrada Familia —“padre/Sol–madre/Luna–niño/Venus vespertino”— al igual que sobre la Navidad como descenso del niño/Venus vespertino, Xulut en náhuat-pipil, del supra-mundo celeste al infra-mundo terrestre. El legado de Baratta también indica que las danzas enuncian una sociología sobre el colonialismo interno del mestizo o del ladino contra el indígena. Exponen una perspectiva de 1932 como reciclaje de la conquista y de una violencia endémica, entre otros asuntos “anacrónicos”.
El pensamiento indígena percibiría un evento único e individual disuelto en la especie, en el arquetipo o en el nombre común que lo engloba. Todo asesinato establece la correlación víctima-victimario, de igual manera que todo mango es una anacardiácea. El nombre del género subsume al individuo y al acto particular. Una revuelta étnica y su represión se categorizan bajo el rubro de lucha conquistadora: 1932. Si bien las danzas de Panchimalco contienen un núcleo guerrero esencial, no refieren asuntos históricos tan obvios como 1932 en los textos transcritos por Baratta.
El escrito sobre Baratta sugiere una primera resolución de la paradoja que esboza Marroquín. Como reflejo de “la idiosincrasia de los habitantes”, la “sabiduría popular” no expresa un “notable anacronismo” sino para un pensamiento positivista que niega la evidencia objetiva. Rechaza el tiempo circular de los astros —el eterno retorno de las estaciones— y su estrecha relación con una sociedad humana agrícola, al igual que la doble distensión de la psique en el presente, el único tiempo que existe en su presencia constante.
El alma humana se distiende hacia el pasado revocado, al tiempo histórico de los ancestros muertos, y hacia el futuro deseado, al tiempo utópico de la descendencia. Todos esos personajes —difuntos y no-natos— son contemporáneos en la vivencia de la memoria y de la voluntad, como si el tiempo de los comienzos perdurara en el presente, prolongándose hacia un futuro sin fin. Tal es la verdadera re-volución, en el sentido original y olvidado de la palabra. En honor a Marroquín, se presupone que su legado no lo solucionaría un fácil elogio freudiano, en el Nombre-del-Padre difunto. Por lo contrario lo remata el “cubrir debidamente” algunos “aspectos” que quedaron ocultos en el pasado.
El dilema a resolver consiste en averiguar en qué medida esas temáticas esbozadas las reitera el nuevo material recopilado en Panchimalco o, por lo contrario, cuáles tópicos inéditos se inauguran. A continuación se describe la representación de la violencia como una continua reiteración de la Conquista, sus implicaciones militares y, ante todo, el sentido varonil que recobra ese acto de colonialismo y su resistencia. Si “la masculinidad” interviene como pilar fundamental “en la invención del obrero ideal”, se trata de indagar la manera en que también afecta al habitante indígena rural (véase: Patricia Alvarenga, Identidades en disputa, 2012: 16 y ss.).
II. Identidad, violencia y masculinidad
En efecto, existen distinciones radicales entre el legado de Baratta y Los Historiantes de Panchimalco, a nivel de la lengua y de las temáticas expresas. La primera gran diferencia la expone la lengua misma. Ya no hay textos en náhuat-pipil como lo anticipa Marroquín. “No encontramos literatura oral o escrita que estuviera consignada en idioma náhuat […] pero podemos afirmar que, en los cantones del municipio todavía se conservan canciones, refranes y dichos en idioma náhuat” (Marroquín, 1959: 430), sin interés para la antropología científica. Incluso, el único texto en lengua indígena que Marroquín le atribuye a Chontalique en “Historia de la Conquista” no aparece en las partituras actuales transcritas, aun si hay un fragmento distinto en ese idioma (Los Historiantes de Panchimalco, 203).
A esta primera disparidad lingüística —castellano en vez de náhuat-pipil— se agrega la temática. Si se mantiene la reflexión sociológica sobre el colonialismo, desaparece la teológica sobre el sesgo indígena de la Trinidad y su cosmovisión particular que la asocia a los astros. En su defecto, se vuelve prevalente un constante choque guerrero entre dos campos antagónicos, quienes batallan a muerte. El cristiano católico confronta al “moro” como emblema del enemigo pagano e impío a exterminar, sea cual fuere su nombre en el texto: africano, indígena, turco, judío, “Probincias del Sabador”,”sentro de America”, etc. “Viva la ley de Jesucristo y el emperador claudio, y todos esos moros mueran”, es decir, todos los que no son católicos (Los Historiantes de Panchimalco, 84).
Una intolerancia por la diferencia identifica a ambos bandos en pugna. Sean islámicos o cristianos, los contrarios se igualan en varios aspectos militares que se resumen en la exaltación de lo masculino. El desplante de la hombría destaca el valor y la valentía del soldado, quien se realiza como tal en el campo de batalla. “Boy mas gustoso, porqué me boy a la gerra” (Los Historiantes de Panchimalco, 107). Los símbolos de la masculinidad son “mi puñal y mi caballo […] la batalla y los golpes de este asero” (Los Historiantes de Panchimalco, 50 y 54).
La religión se define como la esfera que legitima la victoria militar y la supresión sangrienta del contrincante, en una alianza sólida entre el estado y la iglesia: “nuestro Emperador […] y la sagrada religión católica”; “la iglesia y también Jesucristo [y] el rey don Carlos (Los Historiantes de Panchimalco, 75 y 122). “Por la religión sagrada y (aquel) dios Verdadero que amuerto en una crus […] agarro mi cilindro y safo mis puños afuersa de mi balor” (Los Historiantes de Panchimalco, 57). Hay una glorificación de la guerra la cual la justifican Dios, María y la Cruz, por una parte, al igual que Mohammed, por la otra. “La ley de Jesucristo, verdadero hijo de Dios y que la ley que profesamos y que la iglesia nos enseña a esos ymparsiables impíos y no quedaran tercos vivos, sino muertos tiranisados” (Los Historiantes de Panchimalco, 97). “Confío en el Rosario de María que castigara […] ya pues vasallos míos, a efectuar sangriento a ese moro” (Los Historiantes de Panchimalco, 13 y 18). “Haciendo barrios destrosos entre sujente Cristiana, hasta verlos humillados” (Los Historiantes de Panchimalco, 32). Existe un hondo respeto a la religión y una devoción que asegura la práctica continua de la danza beligerante.
El nombre árabe de Dios no aparece en el texto, ya que el Islam se concibe como mahometanismo (“maumetanos/mahometanos”), es decir, como el discípulo de un profeta en vez del devoto de un Dios único. El objetivo bélico consiste en la destrucción del enemigo o, a lo sumo, en su conversión forzada por las armas. La amenaza de muerte la completan las acusaciones de cobardía, mariconería, arrogancia y soberbia (“el moro soberbio […] de Dinamarca a quien castiga mi corazón”, Los Historiantes de Panchimalco, 11). Los “triumfos del Vencedor”, en cambio, “lo llenan deresPlandor” y gloria (Los Historiantes de Panchimalco, 22).
En una esfera muy reducida para el diálogo pacífico entre las partes, el conquistador califica por su hombría y por la protección que recibe de Dios. En cambio, el vencido debe postrarse a sus plantas para mostrar sumisión: “todos los moros se arrodillan” (Los Historiantes de Panchimalco, 46). De no hacerlo, se le advierte que será decapitado, degollado, e incluso trasformado en manjar suculento. La matanza del enemigo culminaría en su preparación culinaria sazonada, o en su quema improductiva. “De los moros haré en sonTados, y empacidas ymorongas, chicharrones, longanizas […] no hay guiso más sabroso como, de unos güegüechos […] yo bien abía prometido matarte y comerte con pipianes” (Los Historiantes de Panchimalco, 16, 107 y 156). De quedar vivo, se le vaticina la esclavitud y la obediencia absoluta que se expresa de rodillas. “Trayre a Tuprecensia Cautivo qe te cir va como esclavo, empago de su delito” (Los Historiantes de Panchimalco, 21). La danza se clausura con una comida festiva, acaso con el sacrum-facere del enemigo, en remedo religioso de la misa católica.
Casi estaría demás insistir que las danzas escenifican un desplante de la hombría y una cultura homo-erótica hegemónica, ante la ausencia casi total de personajes femeninos. La breve oración conclusiva, “Santa Marta” (VII), condensa la mirada masculinizante de la manera siguiente. “Te suplico me peritas licencia que ací como amansaste a todos los animales quiero que me amanses el corazón de las mujeres mas teribles […] el santísimo sacramento del altar traygo en la voca” (Los Historiantes de Panchimalco, 248). Por tal razón, en la mayoría de las danzas, el papel que desempeña la mujer “amansada” la vuelve simple espectadora de la noble acción guerrera masculina la cual aplaudiría en su conclusión triunfante.
III. Coda
El rescate de la obra artística de los Historiantes resulta un quehacer vital para iniciar una reflexión más profunda sobre la identidad rural de los pueblos ancestrales de El Salvador. Sin embargo, al recobrar este bagaje cultural no deben olvidarse los cambios radicales que afectan la historia del país y la de sus ideas en el siglo XXI. Si desea inculcarse una cultura de la paz, es necesario reflexionar sobre la representación de la violencia en las obras clásicas —letradas y orales— las cuales constituyen el acerbo nacional salvadoreño. Según la clave de los Historiantes, “las letras y las armas” —la creencia religiosa y la guerra— constituyen dos caras complementarias de una misma moneda (Los Historiantes de Panchimalco, 161).
De otra manera, en su celebración incauta, la ingenuidad más crasa reciclaría los valores bélicos que fundan un país. Su recuerdo recóndito refiere “una memorable historia de la conquista”, interminable y sin diálogo entre las partes, por una violencia endémica que remite toda diferencia a la destrucción del Otro, ya no se diga de la Otra. Religiosamente, el campo de batalla resuelve todo diferendo de ideas. Hay que reconstruir “las bases firmes […] del arte nacional salvadoreño” en la reflexión crítica del pasado y del presente. Jamás tal identidad significaría un elogio de la violencia y del exterminio como fundamento de una nueva cultura. A lo mejor, jamás; a lo peor, se trata del eteno retorno de lo mismo, la única temporalidad cíclica que define el progreso ilimitado en un mundo en crisis. En crisis recurrente, ya que la violencia no se crea ni se destruye, sólo se transforma. Excluye nuevas diferencias de pensamiento, de la nueva escena política e intelectual del siglo XXI.
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