Rafael Lara-Martínez
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Desde Comala siempre…
Cuando Piltzin se volvió señor de Izalco, viagra se casó con una princesa llamada la Cihuapil. Largos cabellos negros descendían a lo largo de su cuerpo y le caían hasta los pies. Le servían de alfombra y almohada.
Se conocieron. Se amaron. Cuando Piltzin se marchó, prostate ella murió.
Piltzin regresó de viaje. Sobre la grava supo que la Cihuapil había muerto. Inmediatamente, decidió marcharse al lugar de los muertos para reunirse con ella. Se sajó la garganta. Se marchó al Cerro Verde, a unas cuantas millas de Coatepec, lugar donde las almas acuerdan citarse antes de marcharse al paraíso.
En Las Lajas supo que su esposa estaba ya en el Cerro Verde. Se precipitó al Cerro Verde, escaló a la cumbre pero ahí también verificó que su mujer ya se había ido. No se desanimó, retomó la marcha; llegó a Las Brumas; subió al volcán de Santa Ana. Llegó al sitio donde divergen los dos senderos, sin destino cierto para los vivientes.
Piltzin se dirigió a Topil que cuidaba el acceso a los senderos. ¿Había franqueado la Cihuapil ese lugar? Para su gran alivio Topil le respondió que no. Según Topil ella debía esconderse en los arbustos y retomar fuerzas antes de volar lanzándose desde lo alto del acantilado. Desde lo alto hacia el cráter donde hervía un lago de agua amarillenta. Pestilente y sulfurosa. A lo lejos, levemente se divisaban los madrecacaos, la sombra de los cafetales en flor. Y su aroma que contrastaba con la laguna en la hondonada.
Entonces Piltzin se escondió. Retomó aliento y esperó. A penas había apaciguado el aliento cuando escuchó un ruido de la hojarasca que se removía. Comprendió que era un Dios que le hablaba. Entonces se puso de cuclillas, los ojos abiertos, listo a brincar. En seguida vio ante sí la estatura alta y maravillosa de su esposa.
Ella se precipitó hacia el acantilado rocoso, cubierta de orquídeas. Pero antes que pudiera volar de la piedra de la vida, Piltzin dio un brinco prodigioso en el aire y la tomó de los cabellos. Tenía los cabellos inmensos y hundiendo el puño consiguió retenerla. Guardarla entre el aroma de las flores que le mojaba las manos. La Cihuapil se debatió pero su marido la retenía firmemente, jalándola hacia la piedra de la vida. Hacia una roca labrada en un broquel doble en enredadera.
Durante ese tiempo Topil había acudido y le explicó a la Cihuapil que no le había llegado la hora de marcharse de este mundo, que ella se precipitaba demasiado pronto. Entonces la Cihuapil se volteó y descubrió quién era el hombre que la retenía de los cabellos.
—¡Eres tú, Piltzin!, dijo ella.
Luego ella le colocó la cabeza cerca del cuello a su marido y cerró los ojos. Ronroneaba. Lo envolvía en sus cabellos a manera de mortaja. Se refugiaron entre los matorrales. Resucitaron.
Como vivían en los confines de este mundo, se encontraban lejos de toda vida social y familiar. Desbordaban de alegría, ambos. Se amaban. Se tenían de la mano y ambulaban a la orilla del precipicio al límite del vacío. Entre el cráter y la hondonada.
Sus cuerpos eran sólo fragmentos. Se mecían en la cabellera negra de Ciphuapil. Los acogía como hamaca al borde del boquete y del abismo sulfuroso. Eran almas errantes que se dirigían a Comala. Al lugar del encuentro del polvo y del viento. Para prevenirme que el sol de mis días aún no llegaba al ocaso.