Álvaro Darío Lara
Escritor y docente
Un mediodía, después de cometer un gravísimo pecado (había almorzado opíparamente como acostumbraba el ya finado pillo de Monseñor Casariego), en un restaurante aledaño al antiguo edificio del Hospital de Maternidad de San Salvador, observé, ya en la calle, a una criatura que no llegaba a los diez años. Se encontraba literalmente inconsciente sobre la mugre del duro pavimento. Era un niño chelito de cabello rojizo, rasgos que apuntaban muy posibles raíces afincadas en zonas de Chalatenango o Morazán.
El cipotío estaba descalzo, sucio, maloliente. Junto a él, yacía un plato desechable, que contenía restos de unas pupusas, curtido, y una moribunda bolsita de salsa. La escena era conmovedora. La gente pasaba indiferente, obreros, estudiantes, vendedores, empleados, desocupados… y los tradicionales enfermos de siempre, que iban y venían del Hospital “No sales”, como apuntaba, refiriéndose al infierno del Rosales, el recordado Salarrué. Me detuve unos instantes, pensando en el vía crucis de estos niños y niñas que deambulan por las ciudades y pueblos del país, en el abandono total, explotados por sus inescrupulosos padres, familiares o extraños, lanzados a la mendicidad, al trabajo forzoso, a la delincuencia, o, como sucede actualmente, secuestrados por el mundo pandilleril, como peones a su servicio.
Luego fui en búsqueda de un paraguas, por una tormenta que ya se anunciaba; y, al cabo de unos minutos, transité otra vez por el mismo sitio. El niño seguía durmiendo profundamente. Al verme de nuevo, dos vendedoras estacionarias intercambiaron miradas, y susurraron tras mis espaldas palabras ininteligibles. Fui a ellas y les pregunté por el niño, me dijeron que se trataba de un verdadero demonio, y que nadie se le acercaba ya que era un “lleva y trae” de la mara. En tal sentido, ni siquiera la policía ni el internado público se aventuraban a “auxiliarle”. Indignado, me retiré.
El pasado 1 de octubre se celebró en nuestro país el “Día del Niño”, en medio de un contexto, donde el relato anterior, ya es ilustrativo del calvario que niños y niñas sufren a diario. Pese a los relativos avances de los últimos tiempos, la situación sigue siendo dramática. Si ayer los niños eran víctimas de la pobreza, de la paternidad irresponsable, del reclutamiento de los grupos enfrentados durante la pasada guerra civil; ahora, se suman los tentáculos de las pandillas, del crimen, de la drogadicción y del comercio sexual, que los estrangulan sin misericordia ¡Qué responsabilidad la de papá-Estado y la de mamá-sociedad civil ante este brutal desamparo!
Don Alberto Masferrer, un defensor incansable de la niñez desvalida, nos lo decía ya en el siglo XX, y nos los sigue señalando en el XXI: “Tratándose del niño, el asegurarle el Mínimum Vital es apenas devolverle el centésimo de lo que es suyo, y toda situación que no le asegure siquiera ese Mínimun es una afrenta para la familia, para la Comuna y para la Nación”. Sabias palabras, proféticas palabras, queridos amigos.