Alberto Pocasangre
Cuentista
No recuerdo la hora, no sé por qué. A veces pienso que la memoria elige qué mantener vivo y qué desechar y lo hace de manera caprichosa y no por la importancia que los acontecimientos tienen. Y a veces sospecho que decide rellenar vacíos con su propio material. De modo que no recuerdo la hora pero de manera nítida recuerdo que fue por la tarde y que hacía un calor de infiernillo de esos que sólo aquí hacen. Se levantaba vapor del patio de la escuela y el polvo hacía un baile imposible entre las correrías de todos. Ahora que lo pienso quizás es imaginación mía pues han pasado más de treinta años y de tanto rellenar lo desconocido con lo que inventé tal vez inventé también el paisaje. Lo que sí seguro es real, fue la emoción que desde hacía dos días nos tenía atrapados a todos: el domingo anterior se había hecho la inauguración en un enorme estadio con bonitos despliegues de color. Mis compañeros decían el nombre tantas veces que se volvió parte de nuestro limitado vocabulario: Camp Nou, decían. Barcelona, repetían. Argentina perdió contra Bélgica. Un gol. Un mísero gol capaz de cambiar el mundo, creía yo. Hoy no sé ni me importa. Entonces sí sabía. Estaba tan emocionado con eso tan nuevo para mí, pues el anterior se había realizado cuando yo tenía cinco años y de esas épocas no guardo ni fotografías. Además, éste era más especial porque por segunda vez (nunca supondría que quizás por última) mi país participaba.
En casa era la comidilla con mis hermanos, pero cuando papá asomaba, todos calladitos. A él nunca le gustó el fútbol, decía que era un deporte de vagos y marihuaneros y cada vez que podía predicaba que era una pérdida de tiempo. Que era un vil deporte que sacaba lo peor de los hombres. A lo mejor tenía razón. Una parte de la razón: cuando él era chico, una vez se detuvo a ver un juego en la cancha del cantón y mi abuelo lo molió a garrotazos por haber tardado en llegar. Creo que desde ahí relacionó el fútbol con la violencia. De todos modos aunque yo escuchaba sus historias con asombro, éstas no pudieron evitar que la magia de ese año me envolviera. Tiempo después vería videos en que los aficionados nalgueaban a las mujeres que pasaban – novio en mano – por las graderías del “Vietnam”. Vería también a los flamantes ingleses derribar muros y morir aplastados en la euforia de un partido. O a Zinedine Zidane dar cabezazos a un malhablado Materazzi. O a un Luis Suárez cuasi caníbal mordiendo italianos. Y todo esto lo supe sin ver un solo partido de fútbol, nada más en las noticias. Pero en aquellos años yo no sabía ese lado del deporte, sólo sabía que nuestra selección era la mejor que teníamos desde hacía una década, que estaba en el grupo C, que en el estadio donde jugarían cabían 39,000 personas y que el partido sería contra Hungría.
Era una fiebre. Una fiebre más contagiosa que la porcina: había álbumes que llenar con cientos de fotografías de hombres. Recuerdo que los cameruneses me parecían todos idénticos, lo mismo que los peruanos y los soviéticos que, para entonces, nos sonaban a seres extraños y míticos, difundidores del misterioso comunismo duro. Mi hermano llenó su álbum comprando por veinticinco centavos de colón la tarjeta que representaba a Yuri Gavrilov. Ni idea qué fue del álbum y del ruso. Estaba tan interesado que me había aprendido el nombre de los jugadores de la selección: el Pajarito Huezo, el Mágico González, Rugamas, la Chelona Rodríguez, Pelé Zapata y el mejor portero de todos: Ricardo Guevara Mora. En la escuela los veíamos cómo héroes fabulosos que nos salvarían de alguna maldición histórica. Y para caldear más, ese martes quince de junio por la tarde – estoy segurísimo – se transmitiría el partido. Creo que era diferido. Antes todo lo era. Se diferían los programas, se diferían los salarios, se difería la entrega de cadáveres en la morgue, se difería la esperanza. Pero a mí lo que sucedería esa tarde me parecía lo más vivo del mundo. Real, cercano, tangible. Y la emoción fue mayor cuando la señora Hilda, mi maestra de cuarto, nos dio permiso de ver el partido en la tele del salón, el viejo tele en blanco y negro que la reforma educativa había dejado para que viéramos el canal diez que entonces pasaba documentales alemanes del siglo antepasado.
Mi grado era una fiesta. Hasta había dibujos de Naranjito pegados en las paredes y de vez en cuando algunos coreaban “El Mundial” de Plácido Domingo o “Las Sevillanas” de Pepe da Rosa. Alguien comentaba con aire de suficiencia que la Adidas Tango era de más calidad que la del Mundial anterior porque sus costuras impermeables reducían la absorción del agua lluvia.
Yo estaba en éxtasis ante la avalancha de nombres. Jamás aprendí tanto de geografía. Palabras extrañas como Argelia o Kuwait las pronunciaba por vez primera. Y ese día el nerviosismo era sólido en el aula. Ya Saade Torres hacía los comentarios preliminares, contándonos a un país entero con el corazón en un puño que el partido sería en el Nuevo Estadio de Elche, que de ahí nos enfrentaríamos a Bélgica y Argentina, que nuestra selección fue llevada en un autobús sin nombre y que lástima que los directivos ni siquiera les habían entregado pelotas para ir al país europeo y que apenas llevaban dos uniformes. Que el árbitro sería Ebrahim Al Doy de un imposible país llamado Bahréin, creo. Mientras Saade daba el aperitivo, los alumnos en cuyos grados no había televisión se amontonaban en el piso de las aulas que sí tenían, esperando el momento mágico.
Junto a mi, los niños hacían sus propios preliminares – lo que sus papás decían sobre el evento -: que el rival a vencer era Hungría, que nosotros podíamos pero que los húngaros eran brujos, gitanos robachicos, comegente, cíngaros y peroleros. Que en los años cincuenta invadieron Sonsonate. Que eran capaces de hechizar a nuestros jugadores para hacerlos perder pero que no era posible pues la nuestra era la mejor selección del globo y que seguramente venceríamos con un holgado margen. Pero que no había que confiarse, pues los húngaros hace mucho tiempo bajaban en las tormentas y quebraban milpas, que el abuelito de alguien contaba que se robaron una laguna en no sé dónde y se les cayó de lado y otras historias que me hacían abrir la boca de par en par.
Otros eran más realistas: decían que era tan importante este juego que hasta la guerrilla y el ejército habían hecho una tregua para que todos viéramos los partidos, que en los cuarteles los soldados esperaban ansiosos el primer silbato y que en las montañas de Chalatenango, Morazán, Guazapa, también “los muchachos” se arremolinaban alrededor de un Golden en blanco y negro de catorce pulgadas, alimentado por la batería de un Toyota. Todos tenían algo que contar acerca de lo que decían sus padres. Sólo yo no. Mi papá no decía nada. Así que inventaba mis propias historias y a nadie le importaba. Todo el mundo está dispuesto a creer lo que excite su imaginación. Especialmente para quienes ya llevan cuatro años de masacres y que se aferran a cualquier rayo de esperanza. Entonces yo no pensaba eso. Nada más me preocupaba lo que sentía y que era como una ola caliente que lavaba mi cuerpo por dentro y por fuera, como una catarsis. Nunca me pasó por la mente que los niños húngaros estarían igual en sus casas. Para mi, nosotros éramos los buenos y ellos los malos.
Al fin llegó el momento. Lo supe porque todos callamos. El país entero calló. El mundo era un cementerio. Mi grado, la escuela, el pueblo, las calles, la montaña. Todo quedó en silencio. En la pantalla nuestros héroes aparecían y entraban al campo formándose con nerviosismo y orgullo, se pusieron la mano al corazón y, a pesar de la interferencia que atacó al aparato, a pesar de la lluvia que comenzó a caer despiadada en el patio de la escuela, a pesar del calor sofocante y la respiración sudorosa de todos nosotros, nos dimos cuenta que nuestros jugadores cantaban el Himno Nacional. A una, sin acuerdo previo, todos nos pusimos de pie y cantamos. Algunos de mis compañeros ocultaban sin éxito las lágrimas y estoy seguro que los escasos cuatro millones y algo que éramos entonces en el mundo, estábamos como uno solo en ese momento. Y tuve lástima de mi papá que a lo mejor era el único que hacía otra cosa, perdiéndose la magia pura de esos minutos. ¡Pobrecito mi papá!
El Himno terminó y cuando todos nos sentábamos alborozados y seguros del próximo triunfo a saborear algo explotó a lo lejos confundiéndose con los truenos de la tormenta.
Y el televisor se apagó.
La energía eléctrica volvió a los cuatro días.
Para entonces todos conocíamos el resultado pero yo no quise creerlo. No pude aceptar que la convicción plena de la victoria fuera tan fácilmente derrotada por la realidad. No podía entender cómo un momento tan mágico fuera enlodado por un marcador fantástico. Y no podía creer que una selección como la nuestra – la mejor del globo – hubiera pasado una vergüenza de ese tamaño. No, no podía ser cierto. Lo más probable era que se tratase de alguna artimaña de los gitanos, quienes con sus artes mágicas lograban incluso convencer a los medios de comunicación. Lo pensé tanto que hoy estoy seguro que así fue. Estaba decepcionado. Ya no vi el juego contra belgas y argentinos y ni sé cómo quedaron. No quiero saber. Una amargura y un vacío debajo de los pies me empezó a ganar ¿ya no podía nadie aferrarse a los rayos de esperanza?
Entonces entendí a papá.
Desde ese día no he visto un solo partido. Sé que hay sitios por Internet en dónde podría apreciar el video de ese quince de junio de mil novecientos ochenta y dos pero sé que hay una confabulación mundial y que el video estará equivocado. Sé que los cronistas estarán en un error, sé que mis amigos comparten ese error, así que evito el tema pues para mí ha sido más real guardar la emoción incomparable de ese día que me dejó en el corazón algo irrepetible que todo lo que tengan que decir diez mil expertos en fútbol. ¿Para qué robarle esta esperanza al niño que fui, cuando el siglo se robó todas las otras? Por eso ahora, cuando leo algún comentario sobre ese partido glorioso que inmortalizó a Luis Baltasar Ramírez Zapata o cuando escucho a alguien sacar el tema a conversación y mencionan avergonzados o con burla la historia que todos creen porque es la oficial pero que yo sé que no fue así, de inmediato me aparto y sonrío con lástima pensando que las personas en este país creen todo lo que les dicen y que tienen muy poca fe en sus jugadores y en su gente y por eso la engañan de forma tan fácil y poco imaginativa. En todo.
¡Qué ingenua es la gente a veces!