Myrna de Escobar
Una noche, Lila olvidó guardar la comida en la refrigeradora y se fue a la cama con un álbum de canciones de El Puma, —su amor platónico—, con quien planeaba huir en el momento menos pensado, solo que él no lo sabía.
Abrazó la almohada y durmió como niña arrullada por esas letras memorables sobre un amor jamás descubierto, pero la fantasía terminó cuando Diego llegó de madrugada y descubrió un par de cucarachas sobrevolando en la cocina. Loco de furia se dirigió al cuarto y la azotó sin piedad con una cacerola, no sin antes arrojarle una jarra de agua helada en la cara, sobre la cama de ambos. Sus gritos se alzaron en la noche, los pasos iban y venían, bajaban gradas; los ultrajes resonaban por todo el condominio. Como era costumbre, Lila se refugió en el baño mientras el airado hijo rebuznaba de ira por doquier obligándola a salir de ahí; los gritos y golpes de pared cesaron tras 10 minutos. El silencio era desconcertante. Lina, la vecina, atestiguaba el diario vivir de la pareja. Era domingo cuando sus pupilas volvieron a cerrarse. La paz del sector se había esfumado, una vez más.
A media mañana, Lina desdoblaba el periódico una y otra vez inquieta por la curiosidad. Ella comprendía la situación porque sufría igual las palizas de la pareja abusiva con quien cohabitaba. Pese a no existir lazos de amistad entre ambas, y creyéndola sola, tomó un par de tostadas con tocino y se encaminó a ofrecerle desayunar juntas.
La puerta cerrada no permitía adivinar el suplicio de la mujer cuyo tormento era la esclavitud perentoria y amoral de vivir en una relación enfermiza con su hijo. Algo impensable para Lina. Los gemidos contenidos escapaban de la habitación. Diego consumaba su relación incestuosa por vez primera. Tras aquel momento lo llamó sádico, una y otra vez. Luego vino el llanto.
Él salió del cuarto con el fuego en la mirada y los puños crispados de ira. Abrió de golpe la puerta del lavadero y se lavó las manos, temblaba excitado con la cremallera abajo. Su piel había cobrado un tono rojizo, como el de un cangrejo —el mismísimo diablo en persona—diría la abuela. Diego zapateaba, daba puñetazos en la pared y machete en mano; destrozaba los geranios del jardín.
Lina, por su parte, espió sus movimientos tras una columna con la piel erizada de nerviosismo. Tras llamarlo sádico y maldito; Lina descubrió el vínculo filial entre ambos. Simuló buscar unas toallas en el tendedero y se refugió en el cuarto. Le aliviaba pensar que por lo menos su hombre era su marido, y como tal debía soportarlo. Lina había renunciado a su papel de madre de un hijo adolescente, y éste vivía bajo la custodia de su madre en un pueblito distante de la ciudad. Al menos no se enteraba de su infelicidad.
Aquel episodio de violencia trajo más restricciones para la Lila, y descontento entre los vecinos del condominio. Diego temía ser descubierto por la indiscreción de su madre, y decidió llevarla al doctor. Mencionó que era sonámbula, hablaba incoherencias y dormía poco, pero la verdad era otra, Lila había perdido su tratamiento hipertensivo y estaba engordando para vergüenza suya.
Leo, el otro hijo de Lila, los había seguido una tarde de regreso a casa y decidió reencontrarse con su madre, al saber la nueva dirección. Como era de esperar, Diego le doró la píldora a su hermano con mentiras y la llamó loca, esquizofrénica, bipolar, una carga que no le correspondía. Le mostró las pastillas para dormir recetadas por el doctor, pero no le permitió verla, la había hecho dormir con doble dosis de amitriptilina. Ella no recobró la conciencia hasta el mediodía siguiente sin entender por qué había dormido tanto.
Leo regresó a casa junto a su hijo, Davisito, —el vivo retrato de su abuela. Lina espiaba las llegadas y salidas del hombre, y atestiguaba todo hasta que su pareja se enteraba y la hacía volver al cuarto de un bofetón. Mientras Lila dormía, sedada por el medicamento, él cantaba o impartía su clase de artística en línea. Lila dormía un promedio de dieciséis horas diarias.