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Hora de la exhumación del primer muerto

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Esta es la mejor coyuntura porque abrirá otras coyunturas; esta es la peor coyuntura porque cerrará muchos recuerdos. Estoy parado en la hora de la sabiduría y al mismo tiempo parado en la hora de la locura; es la hora de las creencias en la querencia popular y de la desconfianza que palpita en las traiciones; la hora de la luz de la utopía y de las tinieblas de la arremetida del capital; es la hora del verano de las tortillas y la del invierno del salario mínimo que no alcanza para nada. En esta hora duro-blandita comprendemos que lo poseemos todo en el calvario y no tenemos nada en el imaginario; caminamos rumbo al cielo de las ilusiones políticas y por falta de costumbre nos extraviamos por el rumbo de regreso. Para decirlo en palabras nimias, esta hora se parece a las luchas remotas en las que, bajo el amparo del vaho de la madrugada, el bien y el mal estaban donde debían estar: el bien, aquí abajo, el mal, allá arriba.

A las cinco de la mañana todo está limpio en las calles del simbolismo colectivo porque la escoba de la madrugada ha hecho su labor diligentemente; a esa hora el silencio solo es roto por los buses gangosos que, bostezando de tedio, transportan el hambre que va en camisa rota con ojales baldíos y por los maullidos de la gatita que busca un poco de calor para no perder la costumbre de la ternura que nos hace mejores seres humanos. Inició febrero sin haber finalizado enero, pero se siente como si el calendario hubiera perdido sus pies en la refriega de la injusticia social que no tiene nada que ver con el odio, porque este no es el motor de la historia; porque éste es un impostor que opaca la lucha de clases para que nos de vergüenza sentirnos indignados. Es hora de confesar lo difícil que ha sido mantenerse vivo en medio de la pre-muerte de la utopía… pero de las cenizas muchas veces se levantan los muertos para pedir cuentas cabales.

En los últimos días de enero –como purgatorio sabatino de la política- tuve en mi pecho descarnado imágenes hermosas que me hirieron los ojos por falta de hábito y, de puntillas, llegaron a mis manos tratados de doctrina política popular que entiendo perfectamente porque aún me alumbra el mortecino candil de la utopía que se niega a ser olvidada, no obstante haber sido archivada por los traidores del aplauso pecuniario; si me lo propusiera, sin mucho esfuerzo podría recitar de memoria la canción desesperada aunque la hojarasca de la perversión política trate de interrumpirme… y entonces me llega, sin haberlo convocado, el olor y el sabor del primer trozo de pan recién horneado que probé a los siete años y que me permitió conocer el tamaño y el peso descomunal del hambre en los platos ociosos de los pobres.

He transitado a tontas y a ciegas por las horas más oscuras y peligrosas y feas de nuestra historia-pueblo creyendo que era vidente y confidente de los secretos que pululan en los pasillos del poder oloroso a semen trasegado; creyendo que estoy caminando bajo un manto de luz ardiente, pero la ilusión utopista es un corazón que está hecho con más que músculos y sangre y, al verse arrinconada en la esquina de los recuerdos inútiles, nos deja una sensación de soledad inaudita que le congela las manos hasta a la veja música de protesta y la deja tiritando notas imposibles de atar. Pero el gallo madrugador me recuerda que es una traición de lesa humanidad dejar en el desamparo a la utopía; nos exige que la recordemos en su orgasmo matutino y bebible antes de que cante tres veces; nos recuerda que la bandera que un día sembramos en el ejido-coraje del pueblo y del pueblito acata la orden que le dimos de no cansarse ni romperse.

A esta hora recuerdo la ruda verdad que repartí desde el silencio de las tumbas, el turno del ofendido como plan unánime de los palos y piedras que fueron lanzadas por las escatológicas manos de la esperanza indignada. Cuando el frío es un jalón de orejas por haber perdido la ilusión de construir otro país, me hacen faltas los mutuos abrazos del pueblo luchando codo a codo; me indigna que los cínicos perfectos hablen mal de ella como se habla, en secreto, del muerto reciente porque saben que no se va a levantar para defenderse; me entristece que las ratas de las alabanzas cíclicas digan que los mártires del pueblo no lloran al ver la ignominia que sigue robusta. Es febrero, apenas empieza febrero, pero llueve en las calles como si fuera septiembre porque el invierno ha perdido el rumbo y no sabe la fecha exacta.

Sin embargo, más allá de esas confusiones del calendario que fomentan por sí mismas coyunturas hormonadas, es la hora de convocar al pan y que aparezca como por arte de magia dentro del plato cotidiano; es la hora de darle al sudor del empleado el justo reflejo y darle a los sueños de los hijos y al breve espacio del paraíso terrenal y al duradero infierno dominado por los hermosos demonios de la indignación y al cuerpo-sentimientos de la furia y al minuto de la ternura lo que exigen desde sus púlpitos y tumbas; reír a carcajadas como el mar revienta en las rocas; reír a carcajadas como el sol ríe al mediodía sin que la risa duela como vidrios rotos en la boca; beber café con vainilla y, en la sólida embriaguez del encanto social con visa vigente, entrar a la fiesta de la vida colectiva sin que nadie quede afuera; bailar el tango inconcluso de la piedra festiva sin pisotear a la pareja ni perder el ritmo; tocar la mano de la esposa que cada día es más amiga y es más bella, solo porque sí.

Es la hora de la indignación como argumento político que no sabemos si será valedero mañana, pero que lo es ahora; la hora de lamer la soledad sin que nos sepa a veneno o a leche agria; la hora de pararse frente al espejo y burlarse del tonto que fuimos; la hora del bullicioso que erice la piel y clausure el tronar de dedos por las noches y el rechinar de dientes matutino. Esta coyuntura son las cuatro paredes el infierno que se caen de vergüenza porque los deseos duelen; es la hora de que besen los labios que nunca han besado; la hora de partir el pan para que nadie se quede sin comer, ese dulce pan de las verdades comunes a todos, las verdades del pan que nos sustenta a todos porque contiene la levadura del sudor del pueblo; la hora de darle sentido a la vida de los que murieron soñando que renacerían como frutos sabrosos. Es la hora de la exhumación del primer muerto en las luchas populares para determinar sin margen de error las causas y no caer en la tentación del dinero.

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