Al saberse en la capital la noticias de la sublevación, empezaron las capturas en masa. Millares de obreros de filiación comunista, o sospechosos de serlo, o los que fueron delatados por los esbirros llenaron las celdas policiacas. Una ciudad de población tan densa como San Salvador, tiene obreros en gran cantidad. No es, por consiguiente, extraño que las cárceles se llenaran de reos. Agréguese a esto la triste circunstancia de que en las elecciones para alcalde, verificadas en Diciembre de 1931 -ya en el poder Martínez- los comunistas votaron. Había en las oficinas públicas listas completas de afiliados al partido o de los simpatizantes. Mientras en algunos lugares de Occidente combatían los comunistas, en los alrededores de la capital eran fusilados noche a noche cientos de reos inocentes o culpables.
Cuando narra uno escenas como las siguiente, parece que estuviera escribiendo novela. Y no hace unos más que mostrar la barbarie de los que tienen poder, sean de abajo o de arriba.
Al bufete de un abogado llegó un esbirro a quien el abogado le había hecho en otro tiempo gran servicio. Llegó y sin preámbulos le dijo al amigo:
– Doctor: ¿tiene usted enemigos?
– Hombre, no lo sé -responde el otro
– Es que si usted me da una lista, se los mando al otro lado en estos días
– Explícate, hombre
– Es que mi jefe no ha dado la orden de mandar a matar todas las noches. Y entre esos podemos echar a los otros.
Tranquilamente el esbirro contó que todas las noches iba él a matar cien comunistas.
Fueron demasiadas las noches de matanza. Fueron demasiados los camiones que hacían múltiples viajes llevando reos al patíbulo. Desde tempranas horas de la noche hasta muy de madrugada salían camiones de reos camino de Ilopango y Soyapango. Las ametralladoras no descansaban. No hay exageración al decir que mataban cada noche miles de obreros.
Todos los días narraban los periódicos encuentros de fuerzas comunistas contra soldados del gobierno. Lo raro estaba en que de día jamás pelearon ambos contendientes. Más todavía, en todos los combates solo morían comunistas y jamás un soldado del gobierno, ni menos un oficial. Es que no hubo jamás combates: hubo masacres, asesinatos en masa. Hubo el despertar de la fiera que no se saciaba en una sola noche; que pedía víctimas, fueran o no culpables; que necesitaba horrorizar al país, sembrar la muerte en todas partes a fin de que todos sintieran que el nuevo régimen sabría mantenerse sobre lagos de sangre.
Sonsacate, Izalco, Nahuizalco, Juayúa, Tacuba, fueron las poblaciones más castigadas. Vencidos los comunistas, empezó la carnicería. La metralla cercenó infinito número de obreros.
Izalco, ciudad mártir
Izalco fue un cementerio donde no se contaron cadáveres. Los militares ciegos, desorbitados, enloquecidos, mataron noche y día. Jamás en El Salvador, esa casa llenó más a conciencia su negra misión de matar. Mató del modo más cobarde, y esto la deshonrará por siglos de siglos. Otros soldados matan hombres, aunque sean hombres vencidos. Los militares salvadoreños ametrallaron (esto conviene decirlo muchas veces) mujeres, niños y ancianos.
Los cadáveres se hallaban en todas partes de la ciudad. Los zopilotes, los cerdos, los perros, las gallinas devoraban cadáveres, se hartaban de carne fresca, oreada, podrida. Había en la desolada zona izalqueña, para todos los gustos, porque los cadáveres yacían abandonados a pleno sol días de días. Era, aunque no lo dijeran los asesinos, la forma gráfica de horrorizar a los indios, de enseñarles cómo sabían los hombres el gobierno acallar la protesta del hambre, el grito del esclavo cansado de vivir trabajando para el amo cruel.
Como en la Edad Media
Para los autores de la matanza de indios, era poco todavía que el sol viera esqueletos putrefactos en todos los rincones.
Precisaba algo más salvaje, algo más troglodita, algo más medieval. Hallaron una forma que, según ellos, era el sumun del castigo. Revivieron la horca, se aplicaron al último cacique de los Izalcos, al indio Ama. Culpable o no –(muchos afirman que no era comunista)- a patíbulo llevaron al indio y en la ceiba santa, ¡sacrilegos! Dejaron meciendo el cadáver hasta que los zopilotes empezaron a comérselo hediondo. Se meció el cadáver, péndulo humano, recordando las horas más negras de la raza de los Izalco. Hay en los diarios salvadoreños de la época fotografías del indio ahorcado.
La Guardia Cívica
Fue un cuerpo de voluntarios formado por todos los que tuvieron miedo de que los mataran y por señoritos ricos.
Los sargentos plebeyos mandaban a los señores ricos, ya fueran estudiantes universitarios, doctores, hacendados, comerciantes o simplemente señoritos de casino. El soldado era más que el señor. EL amo obedecía las órdenes del sargento. El señor confiaba su existencia en las manos ensangrentadas del soldado. El señor mataba como cualquier soldado. El amo se niveló y fue sanguinario como lo fuera el último de los guardias nacionales. Igual gloria les corresponde a los campesinos que armó el gobierno para matar a sus hermanos, que a los señoritos que pidieron fusil para salvar a la civilización. ¡Bien la salvaron desangrando un pueblo, diezmando una raza, desolando poblaciones, descabezando niños!
En Izalco hubo guardias cívicos que realizaron proezas como la que vamos a narrar. Se situaban en el atrio de la iglesia del Norte y desde ahí cazaban a balazos a cuanta india grande o pequeña atravesaba la calle. Después celebraban con un buen trago aquella escena trágica.
¿Qué una madre moría y dejaba hijos huérfanos?
¿ y qué? -era madre india. Las indias no tienen corazón.
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