José Luis González Miranda*
Tomado de Agenda Latinoamericana
Para ver un adelanto de ese “otro mundo posible” del que tanto se habla, lo mejor es mostrarlo en donde ya apareció. Solemos estar mejor preparados para ver el anti-Reino que el Reino, pero este hay que verlo en donde Jesús dijo que se vería. El no dijo que de los pobres será el Reino, sino que de ellos “es” ya el Reino de Dios. A diferencia de las otras bienaventuranzas, la de los pobres está en presente.
En la Red Jesuita con Migrantes llevamos varios años promoviendo una campaña de hospitalidad a nivel de Latinoamérica y hemos descubierto que la verdadera campaña ya existía: es la cultura de la solidaridad que hemos visto en muchas familias que viven en las fronteras, y que es heredera de una cultura hospitalaria propia de los pobres. Es mejor que ellos hablen, en lugar de hablar de la hospitalidad de Levinas o de Kant.
En 1982, la población mexicana de la aldea fronteriza de Tziscao (Chiapas), vio llegar a cientos de familias guatemaltecas que huían de una masacre cercana en la aldea Quetzal. Pasaron en la noche la frontera, su mar Rojo, huyendo del ejército del “faraón” y hablando chuj. El día anterior se habían sentido helicópteros y bombas, algunas muy cerca. Las familias llegaban casi sin nada, huyendo con lo poco que podían llevar. La población de Tziscao convocó a una asamblea para ver qué se podía hacer. Se tomó el acuerdo de que cada familia mexicana alojara a una familia guatemalteca. Don Ricardo Cano al salir de la asamblea fue a su casa, de una sola pieza, y trazó una línea en medio de la casa. Les dijo a sus hijas: saquen todo lo que está a ese lado y pónganlo acá, porque en esa parte va a vivir una familia guatemalteca con nosotros. Y así fue. Llegó la familia de don Manuel. Y la hospitalidad no fue de una noche, ni de unas semanas. La familia de don Manuel vivió ahí diez años, en la misma casa que don Ricardo Cano y su familia. La línea que trazó don Ricardo era una frontera, sí, pero una “frontera hospitalaria” y NO una frontera-muro. Y en esos mismos meses de 1982 más de cuarenta mil refugiados guatemaltecos fueron recibidos en Chiapas, muchas veces por familias campesinas e indígenas.
Esta y otras historias de hospitalidad de la frontera de Chiapas con Guatemala están recogidas en un documental “El mismo camino andamos”. Pero podríamos extendernos a otros lugares y mostrar al pescador tunecino, Chamseddine Marzoug, que se dedica a enterrar cadáveres de migrantes que aparecen en las playas de Zarzis, junto a Libia. Dice él que a esos cuerpos en descomposición “hay que considerarlos como a nuestros hijos, nuestros hermanos o hermanas”. Merece la pena conocer los nombres de estas personas, buenas y buenos samaritanos. En Grecia hay varias. Ya han fallecido Dionisis Avranitakis, el panadero de la isla de Kos que hacía pan gratis para los refugiados, y Maritsa Mavrapidou, una de las abuelas de Lesbos que iban a la costa a recibir migrantes y refugiados. En Idomeni está Panagiota Vasileiadou, la abuela que recibía familias sirias en su casa sin más lenguaje común que la humanidad compartida. Un pescador de Lesbos, Stratos Valiamos, ha sido nominado al Premio Nobel de la Paz por dedicar su barco a rescatar refugiados náufragos.
Hay muchos testimonios en otros países y suelen causar debate sobre si la ayuda humanitaria es capaz de promover cambios políticos y estructurales. En filosofía política también algunos autores critican que la fraternidad no puede traducirse en política porque no se puede decretar que de un día para otro seamos fraternos, mientras que la libertad y la igualdad sí se pueden concretar en leyes.
Por eso vamos a presentar dos nombres de personas que con su desobediencia a la ley lograron cambiar la ley: Doña Conchi, una mujer sin recursos económicos que daba comida y alojamiento a migrantes en la comunidad El Ahorcado (Querétaro, México), fue detenida y acusada por ayudar a indocumentados. Estuvo dos años y medio en la cárcel. El Centro Pro de derechos humanos la defendió y salió libre en el año 2007, provocando al año siguiente una resolución de la Corte Suprema que resolvió que no es delito transportar o alojar indocumentados si no hay un fin económico, lo cual se incorporó a la nueva ley de migración del año 2011. El otro caso, es de un agricultor francés, Cedric Hedrou, que vive cerca de la frontera con Italia. Durante años ha ayudado a cientos de migrantes. Sufrió numerosas detenciones provisionales y registros, y cinco procesos. Pero luchó hasta que su caso llegó hasta el Tribunal Constitucional que sentenció a su favor argumentando por primera vez en base a un “principio de fraternidad”.
La hospitalidad popular se convierte así en un primer paso hacia una fraternidad política, cuando el buen samaritano “se une a otros para generar procesos sociales de fraternidad y justicia para todos” (Fratelli Tutti 180). Así fue la primera vez que en la historia la palabra fraternidad entró en una Constitución. No fue en la revolución francesa de 1789, como normalmente se piensa, sino en la de 1848, cuando los obreros revolucionarios atravesaban las calles de Paris con pancartas que decían “Viva el proletario de Nazaret”, tal como lo cuenta Regis Debray. A Marx no le gustó el “tufo” cristiano de esa revolución y se burlaba de la fraternidad en “Las luchas de clase en Francia”. En parte porque algunos usaban la fraternidad para ocultar la lucha de clases, apelando a que todos somos hermanos y no se debe de pelear. Por eso Marx, al entrar en La Liga de los Justos, pidió que cambiaran el lema “Todos los hombres son hermanos” por el lema “Proletarios de todos los países: uníos”. El Papa Francisco ha rescatado una fraternidad incompatible con la injusticia, tal como exclamó en su Discurso ante la Organización de Naciones Unidas: “la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal”.
Caminar a ese “otro mundo posible” solo se podrá hacer desde los más pobres, desde las personas que San Ignacio de Loyola dijo que serían nuestros maestros. Como los campesinos de Tziscao que en 1982 tomaron ese acuerdo en asamblea: “cada familia mexicana acogerá en su casa a una familia guatemalteca”. Ese libro y ese acuerdo deberían de tener un monumento dedicado al progreso de la humanidad cada vez que la fraternidad logra que las fronteras sean líneas traspasables y acogedoras. Es lo que necesita la humanidad de hoy, plagada de muros de desigualdad e indiferencia.
*Red Jesuita con Migrantes, Guatemala