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HOY COMO UNA NOCHE FUGAZ

 

 

Por Martín Cruz García (Seudónimo).

Soy escritor.

 

Sabía que llegaría el momento; no tan temprano, pero no lo dudé. El tiempo jamás le da la razón a los buenos, y eso lo sabía desde muy joven. Pero ahora que él se ha ido, no sé qué hacer… más que pensar en su ausencia. Pobre de él, no podía verse más guapo con su corbata de cuadros que tanto le gustaba de joven, que ya viejo, la miraba de lejos; y ahora, acostado, sumido en el silencio, la usa para siempre. Se ve tan feliz, ¿acaso será la señal de Dios para que me quede tranquila? Sola, pero tranquila; triste, pero tranquila; casi ciega, coja, mal comida… pero tranquila. Sí, ¡Dios jamás nos abandona! Eso es, su sonrisa es la señal que esperaba para aliviar mi dolor.

Ahora lo enterraron. Lo bajaron con cautela quizá para que no se despertara, pero creo que sí despertó. Había muchas personas llorando, gritando, muchos desconocidos y amigos entre la multitud, fingiendo que conocían al hombre del ataúd. En esos momentos, cuando el ciclo de la vida se cierra, sabemos que somos tierra, y nos guardamos bajo ella.

No lloré, los años me han hecho tan fuerte que nada puede rayar a una roca y sacar chispa. Claro, la profundidad del calor forja los mejores diamantes, y, a mí, él me forjó como tal.

Hoy es mi primera noche sola, lo extraño. Tener el calor de la tierra por décadas, y ser expulsada de golpe en una erupción volcánica, duele. Desde que nuestros cuerpos se acoplaron más a la cálida compañía y no a lo profundo del amor humano, dormíamos en camas separadas. Y ahora veo su cama tendida como a él le gustaba, y en ocasiones veo su figura pesada en el colchón; sé que es él, me viene a visitar, no me quiere dejar sola, sabe que no puedo estar sin él. Además, él me dijo una vez: –Toña, ya estamos viejos, deja de pensar que te voy a dejar sola–.  Me lo dijo mientras un ventarrón sacudía nuestros cuerpos seniles, casi como hoy, con esos vientos que enfrían el amor. A veces siento frío en el pecho, no sé por qué, todo desde que él se fue; y ahora, caen las gotas de rocío por la madrugada, bañando los árboles, dejándolos frescos entre una bruma espesa que sobresale por la copa de los árboles, con los rayos del sol, que colorean la niebla de anaranjado, dejando ver una espuma como de mar, y en su fondo una montaña que espera disipar las olas del cielo como dique terrestre. Comencé el día tranquila. Aunque por momentos recuerdo sus palabras y su sonrisa; en estos momentos de serenidad, sé que la mente piensa. Veo nuestro patio con estos árboles, fuertes, gruesos, altos, llenos de frutos, y de repente sus formas silvestres me atrapan y pienso en ti, como en esos días, en que venías de las faenas, y yo con música en casa, te esperaba; y siempre entrabas a la casa bailando, para alegrarme o para alegrarte, no sé. Pero ahora, te veo bailar junto a la brisa fría de la tarde, contigua a las hojas que caen danzando, mientras que las cigarras comienzan sus melodías de silencio, y dan comienzo a la soledad penetrante de tu ausencia.

En oscuranas como esta, el sueño tiene nostalgia, y, de apoco, siento tu presencia mediante la noche cubre el cielo. Te siento tanto, que quiero hablarte, pero… tengo miedo de esa tu presencia escondida en las sombras, y es allí cuando charlo contigo: –sabes, hoy tuve un buen día, el señor de la gaseosa me regaló unos bonitos platos de flores, me dijo que era por mi amabilidad; yo le dije que siempre espero esos regalos; siempre se ríe, y dice que sí. Además, tuve una buena venta, y había un bonito amanecer. Te amo, cuídate y cuídame, ya me voy a dormir.

Esa noche soñé con él. Platicamos tanto que desperté, y ya no recordaba mucho de lo que habíamos hablado, sólo recuerdo unas palabras: – Tenés que ser fuerte.

Los días han avanzado tan rápido, que ya no soporto el tiempo. No me gusta estar en esta casa tan llena de frialdad y reposo; no quiero más bailar con las brumas de polvo, cantar en compañía del eco, buscar tu sonrisa difusa en la memoria, o tu aroma de hogar. Le ruego a Dios que me de paz en vida o paz en muerte.

Una tarde, observando el ocaso, viendo sus nubes rosadas cortar con suavidad el azul, como el encuentro de un río con un mar, tocó a la puerta un joven; era alto y tupido como los árboles, relleno como los panales de miel, y, con una voz agradable, me dijo que llevaría algunas gaseosas; le dije que pasara, y las sacara él del refrigerador. Pasando la puerta, le di indicaciones de dónde estaba la refrigeradora y le dije que tomara las gaseosas que llevaría. Es que ya me cuesta caminar. Iba a llevar seis, así que de dos en dos las llevó hasta su destino. Iba y venía, y de tanto ver su ir y andar, me sorprendí que su figura iba decayendo. Y le dije dando carcajadas: –para estar tan joven, te cansas muy rápido ¿Dónde está la vitalidad pues?–. Él me dijo que pesaban mucho, y tiene razón; a mí ya me cuesta levantarlas del suelo. Al final, ya no regreso, se fue sin despedirse y cerrar la puerta. Pensé: “me quedé sola de nuevo”. Entonces comencé a caminar con mucha calma, a mi ritmo, apoyándome de los árboles que se movían por el viento, y me asomé al portal. A lo lejos de la calle se veían unas luces de colores, y con música de fondo; –es una fiesta–: dije. En seguida, me sentí nostálgica, y cerré la puerta, me fui remedando de la felicidad de los demás, queriendo maldecir la vida. Pero en aquel momento, cuando ya había dado unos cinco pasos por el patio, tocaron con fuerza y gritaban: – ¡Toña! ¡Toña!–. Me asusté y en seguida corrí como pude a la puerta; abrí, era el joven de nuevo. Lo iba a regañar por mal educado cuando me vio con una sonrisa y me dijo: – quiero invitarla a una fiesta–. Yo, naturalmente, me negué, pero insistió mucho, y al final accedí.

Llegamos a la fiesta, había muchas personas, casi tantas como las del entierro; lo recordé, porque había personas de ese lugar que asistieron. De pronto, todos me saludaban y me cantaban, no sabía por qué. Yo, naturalmente, me sentía feliz, pero no quise demostrarlo tan rápido. Después me invitaron a sentarme a la mesa y comí mucho, también bailé a mi paso y canté con mi poca voz. ¡Quedé encantada! Sabes, Fulgencio, hoy fue un buen día; disculpa si lo digo sollozando, pero es que no lloro de tristeza, estoy alegre de nuevo, me siento bien, y es que déjame contarte que hoy me celebraron mi cumpleaños. Me preguntaron cuántos años tenía, pero yo, como ya no me acuerdo, digo noventa y cuatro, ya sabes que a esta edad se olvida todo. Pero sabes… no hay que olvidarse de ser feliz. Ya tengo sueño, es que esta cama es muy cómoda, y esta casa acogedora, tanto que tiene el calor de un sol y el movimiento de un universo. Ya tengo sueño. Te amo, cuídate y cuídame. ¡Ah! Una cosa más, también cuida a ese mono que se llama Francisco. Gracias, y buenas noches.

 

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