Roboán Rodríguez Carrera (*)
Tras varios años de convivencia con una familia palestina, for sale la cual conocí durante mi experiencia en Ghana, cialis África, y a quienes debo mi gratitud por su entrañable amistad; la curiosidad e interés, que hasta entonces manifestaba por descubrir las múltiples variantes del conflicto Israelí-palestino, se vieron ampliamente acrecentados. Mis charlas con Wissam y su padre me dieron los matices necesarios para indagar, desde una perspectiva más sensible y personal, el significado íntimo de la condición de todo un pueblo, de su resistencia en la dignidad y de su visión alentadora de esperanza.
Recuerdo con claridad la última conversación con Wissam. Pocos días después del inicio de los recientes bombardeos en Gaza, lo contacté para expresarle mi enfado y preocupación. Él se mostró tranquilo, como pocas veces al tratarse de un tema que a los dos tanto trastoca; sus palabras fueron pocas, sabía que algo era diferente en esta ocasión. Él terminó diciendo algo profundo, algo que en mis oídos sonó como un eco de paz, como un mensaje nuevo que en ese momento no supe cómo interpretar con precisión; pero que aún, sin alteración, continúa resonando en mí, lento y armonioso: “Habla menos de odio contra Israel, y más de amor hacia Palestina.”
Hoy, con la intención de indagar más allá de la información periodística y los reportes oficiales, me doy un nuevo rostro, un cuerpo distinto, una historia diferente; hoy imagino que soy dueño de un futuro abrumadoramente incierto, que hablo una lengua árabe que nadie escucha cuando clama justicia, que pertenezco a una familia que llora su pasado de despojo y su presente de impotencia, y a un pueblo humillado y sobajado, al que poco a poco se le dispersa y extermina por querer existir en la tierra que otros reclaman. Hoy imagino que junto a otros hombres camino por los lugares donde alguna vez predicó un hombre bueno, una persona que por su fe murió en una cruz, sobre la tierra prometida de quienes fueron guiados desde Egipto; y el punto donde un simple hombre se hizo profeta.
Aquí, en esta tierra que el mundo ahora llama santa, yo veo grandes muros que albergan a gente que vino de fuera, de otras latitudes. Ellos tienen comodidad, agua, piscinas, nosotros sufrimos por agua. Los muros son altos, no podemos cruzarlos, no tenemos ningún derecho a saber que hay detrás; pero sabemos que son Israelitas, que no solo se apoderaron de más del setenta por ciento de lo que una vez fue nuestra patria, sino que también nos invadieron con violencia; sus armas perforaron muchos cuerpos, la sangre no les importó, querían sentir que tenían todo el poder de violar, de aniquilar, de destruir; para depredar así hasta el último suspiro de combatividad de quienes resistimos, no lo lograron, aquí seguimos. Sabemos cuál es la intención de construir esas mansiones en la cima de las colinas: nos observan y controlan como soberanos, desde lo alto, protegidos por esas murallas de concreto.
Hemos tenido que aprender a vivir con un rostro cubierto de apatía, con la resignación de entregar al tiempo nuestro anhelo más profundo de libertad; poder elegir nuestro destino es el preciado soplo que nos mantiene de pie. No es una decisión, mucho menos un consuelo, es la única alternativa para seguir vivos; ellos tiene todo, nosotros solo sueños.
La riqueza económica, el poder y apoyo militar, la aprobación diplomática y el silencio de un mundo indiferente que nos ve como extremistas suicidas, todo ello les pertenece.
Su presencia física se convirtió en una ocupación donde ellos controlan todo: la escuela, la movilidad, el trabajo, todo lo que hacemos. Los retenes se han vuelto centros de degradación, nadie puede pasarlos sin su autorización; hay que esperar horas y horas, y no importa si la mujer que está a punto de dar a luz, llegará al hospital de la ciudad contigua; ella empieza a gritar y gemir cada vez con mayor intensidad, los soldados Israelitas no se interesan en lo absoluto, ellos siguen instrucciones: nadie cruza hasta nueva orden. Si el mundo pudiera escuchar el dolor de cada mujer que ha visto nacer o morir a su hijo en los retenes militares, sobre el asfalto de la carretera o en un auto, tal vez alguien sentiría vergüenza, indignación o culpa. Lo cierto es que esto continúa y se perpetúa día a día, retén tras retén y abuso tras abuso, mientras el resto de la humanidad nos ve como personas necias que se inconforman con la existencia del estado de Israel; pero, que acaso ignoran que a nosotros también se nos prometió un estado, independencia, soberanía, libertad, y lo único que hemos obtenido en más de 60 años ha sido esto: una prisión sofocante en lo poco que queda de nuestra patria.
Ahora no puedo ver nada, mis oídos están aturdidos, algo luminoso estremeció todo súbitamente. Puedo oler polvo, es demasiado denso, titubeo y me asusta el no saber que pasa; siento un poco de humedad en el rostro, lentamente trato de limpiarlo con mi mano y examino su olor, es conocido, pero no estoy seguro; comienzo a sentir nerviosismo, lo llevo a mi boca y lo pruebo para resolver mis dudas. Mi visión esta aún perturbada, tengo frío, tiemblo y no lo puedo controlar. ¡Sangre! Escucho en mi mente, mis piernas se debilitan y me desvanezco sin sentir el contacto con el suelo. Ahora hay más claridad, veo con dificultad que hay una nube de polvo por doquier; los casas ya no están, solo hay escombros. A la distancia distingo algunos gritos, escucho niños. Un hombre grita algo, no entiendo lo que dice; mi cabeza está punzando como si recibiera piquetes de aguijones, mi corazón late a un ritmo acelerado, no siento mis piernas. Él sigue gritando, ahora lo escucho más cerca, su voz vívida responde mis dudas: es un misil; Israel nos bombardea. Eso no me causa sorpresa, lo esperábamos, solo era cuestión que pasara. Hoy sucedió y yo estaba ahí.
Hoy se termina mi impaciente espera, la incertidumbre que todos aquí maldecimos. ¿Cuándo lo harán? Hoy lo hicieron y mañana tal vez lo vuelvan hacer, o tal vez no. Y mañana más gente moriría, y nos preguntaremos si todo esto realmente lo vale, si morir con dignidad es diferente a morir con deshonra, si vivir sin libertad y respeto es realmente vivir. ¿Quién tienen el derecho de decidir por la vida o muerte de miles de personas? Hoy Israel se lo ha adjudicado. Hoy se utilizan armas de destrucción masiva contra un pueblo que pelea legítimamente su derecho a existir, a vivir con su propia identidad, sin hipocresía ni falsedad. Hoy imagino que soy uno de ellos, que sufro su aprisionamiento deshumanizante y que comparto su sueño de reivindicar su dignidad a todo precio.
Hoy solo imagino, ¿y por qué no?, que también soy palestino…
(*) Roboán Rodríguez Carrera, nacido en León, (Estado mexicano de Guanajuato), es periodista independiente; se ha desempeñado como traductor para embajadas hispanohablantes en varias naciones de África.
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