Carlos Burgos
Fundador
Televisión educativa
En la prosalegre anterior decíamos que en 1953 me nombraron como profesor de la escuela urbana mixta de Teotepeque. Se iba a presentar una velada en la que participarían alumnos y maestros. Al director y a mí nos designaron para preparar el número de humorismo.
Acordamos presentar un diálogo entre un hombre correcto y uno chistoso. Yo quería el papel del hombre correcto y sugerí al director que él fuera el chistoso. Pero no aceptó y me confirmó ese papel.
Yo tenía miedo escénico, nunca había actuado ante numeroso público. Tomé valor y escribí las preguntas y respuestas. Luego ensayamos, todo resultó nítido. Las maestras que nos observaban reían a carcajadas de nuestras ocurrencias.
Todas las tardes ensayábamos nuestro número y hacíamos los cambios necesarios. En mis clases de primer grado percibía que mis alumnitos aprendían con más rapidez de lo que yo supuse, ya me había acoplado al trabajo de maestro.
Se llegó el día de presentar la velada. Quitamos las divisiones de las aulas y formamos un salón con capacidad para más de cuatrocientas personas. Colocamos todos los pupitres, prestamos sillas en la alcaldía, iglesia y vecindario.
Hubo lleno total. Comenzamos a las cuatro de la tarde. Programamos veinte números y me encargaron, además de mi participación, el control escénico, de modo que tenía que lograr fluidez y orden en la participación de niños, niñas y maestras. Tras bambalinas logré la disciplina y colaboración de los alumnos. Faltando un minuto impuse silencio, había suspenso y nerviosismo. Se abrió el telón. El maestro de ceremonia que era el director fue anunciando la participación de los alumnos, que enviaba al escenario, actuaban con seguridad y obtenían aplausos y más aplausos.
Cuando finalizó el número 10. Eran las cinco en punto tal como lo habíamos programado. Después de un receso de cinco minutos iniciamos la segunda parte con la interpretación de otros niños y las maestras, doña Margarita y doña Blanca.
Y para finalizar entró al escenario el director como el hombre correcto, comenzó hablando de la vida en el pueblo, el público estaba muy atento cuando entré con un gran escándalo, golpeando el piso con un machete desenvainado, vestí pantalón y camisa, blancos, y sombrero de palma. El público se alarmó al principio porque mi ingreso fue abrupto, sorpresivo y ruidoso.
–¿Qué le pasa maishtro? – le dije con voz alta, pero temblorosa por mi nerviosismo.
Comenzamos el diálogo. A mí me temblaban las canillas y tartamudeaba de verdad por el miedo escénico, mientras la gente reía. Era tanta mi presión psicológica que se me olvidó por completo el texto del diálogo, pero no iba hacer el papelito de ponerme a llorar y comencé a improvisar. Manlio se extrañó y me hizo señales con disimulo, luego me guiño su ojo indicándome que retomara el diálogo que habíamos ensayado, y le dije:
–Bueno, chero, ¿qué tiene en ese ojo?, como que le ha caído mal aire, parece apaga luces.
El público reía a carcajadas, y Manlio se sorprendía aún más. Él ya había perdido el control sobre sí mismo porque no encontraba qué decirme, y seguí complicándolo.
–No se haga el vereco, hombre, parece garrobo con gripe.
–Es que… – no hallaba qué decir.
–¿Y por qué está tan cherche?, como si fuera la última papaya del invierno.
Y así por el estilo lo llevé hasta que me dijo, aturdido, sin pensar que estábamos frente al público
–Ya no sigás, dale fin.
–¿Ya no que qué? , si el público quiere saber qué le pasa, chero.
Mi termómetro era la carcajada de los presentes. No sé cómo se me ocurrieron tantas cosas irrisorias. Ya me había pasado el miedo inicial y aproveché mi ánimo para decir más bayuncadas a costa de mi compañero que se había traumado. Finalizamos. Recibimos una ovación tan atronadora como artistas consumados. Nos felicitó medio mundo.
(Mi vida continuó con gratas experiencias en Teotepeque, en mi primer intento de ser maestro. Retomaremos esta temática más adelante).
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