Oscar A. Fernández O.
Durante la última década el problema de la seguridad de la ciudadanía adquirió protagonismo en el debate público, nurse como resultado del crecimiento de distintos fenómenos relacionados con la violencia. Este proceso se gestó en un contexto de profundas desigualdades sociales, donde las instituciones, en particular la policía, el ministerio público fiscal y la justicia reorientadas en pro del modelo económico oligárquico, han sido al mismo tiempo deficientes para garantizar derechos y activas promotoras de la ilegalidad y la impunidad. El neoliberalismo y su dispositivo de expansión planetaria, la globalización, ha sido acompañado con el crecimiento de una cultura del delito.
Hasta hoy, pese a los esfuerzos del actual gobierno, las políticas de seguridad pública, no logran ser asumidas más que como políticas “de reducción de daños” ante el impacto social de cada nuevo hecho delictivo. Se sigue actuando, como lo hemos dicho en reiteradas ocasiones, con respuestas efectistas y no sobre las causas estructurales de los problemas. Esto permite, como lo podemos evidenciar, que las acumulaciones históricas de los problemas potencien los efectos, en un ciclo vicioso que frena cualquier forma de desarrollo nacional e inevitablemente conduce a crisis crónicas.
Para referirnos al problema de la delincuencia y de las políticas para luchar contra ella, debemos referirnos sin duda a la situación política, económica y social del país. A partir de esto se puede profundizar en la estructura causal de la violencia social y el delito que nos provoca esa sensación de inseguridad creciente, para realizar trabajos comunes en el territorio. La complejidad del problema y el deseo de encontrar soluciones, son ya una realidad cotidiana y una necesidad extendida en toda la sociedad.
Nuestra historia reciente está signada por los siguientes fenómenos determinantes: el crecimiento desordenado de nuestras principales ciudades, sobretodo, la llamada “Gran San Salvador”, el fracaso de un modelo económico que incrementó la pobreza y la división social, la migración del campo a la ciudad en condiciones de marginalidad, el frustrado intento de construir una democracia participativa y la ineficacia de los sistemas de regulación de los conflictos. En suma, el fracaso del ajuste del Estado que lo ha llevado a una debilidad importante.
Bajo el impacto de la mundialización del capitalismo y las nuevas relaciones económicas y sociales que ésta genera, nuestras ciudades deshacen las antiguas relaciones culturales, comunitarias y religiosas, y precipitan a los habitantes a relaciones cada vez más difíciles y agresivas suscitadas básicamente por la exclusión de cada vez mayor cantidad de personas. “La juventud ha sido anatemizada y convertida en objeto de miedo. Los adultos tratamos de beneficiarnos de la impunidad, y cada uno siente que los valores de la vida social están siendo cuestionados más gravemente por estas faltas de civilidad y ética, que por el delito mismo (M. Marcus. 1997)
El nuevo gobierno del FMLN, estima que la necesidad social actual se perfila en dirección de solucionar los conflictos por la vía del entendimiento y la justicia, en función de prevenir la violencia. Para ello es necesario rediseñar la PNC en función de estos objetivos, dándole el carácter de “servicio público”, lo que la obliga actuar conforme a la ley, apoyada en la aceptación plena de la comunidad y protegiendo los derechos de las personas. Al mismo tiempo, se le reafirma a la policía el deber de descubrir la mayor cantidad posible de los delitos cometidos, a fin de que un sistema de justicia penal civilizada, equitativa y eficaz cumpla con su obligación de mantener la criminalidad en los límites socialmente tolerables.
La no comprensión de la dialéctica prevención-coerción, no es solo resultado del fracaso de un sistema penal que ha confiado exclusivamente en la represión, sino que es la contradicción inherente al proceso social, desde su misma aparición. Por tanto, debemos reconocer explícitamente el fracaso del actual sistema punitivo. (J. Curbet 1983)
En este contexto, se hacen cada vez más urgentes los esfuerzos por desentrañar la complejidad de los problemas de inseguridad, reducidos en muchos casos a problemas policiales, debido a la presión social por soluciones prácticas e inmediatas. Antes que la comprensión del problema, lo que prima frecuentemente es su administración, es decir, su regulación y encausamiento a través de medidas como la producción (muchas veces ingenua) de datos estadísticos y, sobre todo, de indicadores como acción prioritaria para “controlar la violencia”.
La seguridad es un bien público producido por una serie de instituciones y los ciudadanos, por lo que creer que la lucha contra la criminalidad es un simple problema de policía y de sanciones penales, es un error y una ilusión. Es necesario entonces, que todos los actores de la vida social que tengan un impacto potencial en la criminalidad de una ciudad, acepten compartir sus experiencias y sus acciones y coordinar éstas últimas. Esta cooperación reúne a privados y al sector público, y en ello los Concejos Municipales (con los Alcaldes al frente) tiene un papel de animación, planificación y de continuidad de esta asociación, estimulando la organización comunitaria, para buscar soluciones a los problemas propios de los conglomerados humanos.
Debemos realizar una discusión sincera, alejándola de los oportunismos políticos para no caer en falsas opciones. Debemos recordar siempre que este es un tronco donde todos estamos apoyados, siendo responsabilidad del conjunto social, pero sobre todo de los decisores políticos, la racionalidad de las respuestas, ubicándolas en la línea del des-escalamiento de la violencia, desde sus causas hasta sus efectos.
Sin este compromiso real, nuestra confianza en la comunidad, la calidad de vida de nuestros ciudadanos sobre todo en las ciudades y los derechos de la gente, seguirán siendo vulnerados cada vez con mayor frecuencia y gravedad. Así mismo, mientras no se diferencien los niveles y categorías del crimen y se determinen estrategias y operaciones diferenciadas para hacerles frente, la violencia generalizada y el crimen organizado con la complicidad del poder, seguirá pervirtiendo nuestras Repúblicas.
Los municipios deben trabajar conjuntamente con el sistema penal y el sistema de prevención (que no ha sido creado) y cada uno de estos actores, debe ser el complemento del otro. Es necesario trabajar en la ciudad, donde están los sitios más sensibles a la inseguridad y con poblaciones o grupos que sean víctimas frecuentes, o con autores de actos delictivos, principalmente con los jóvenes pandilleros y muchachos en riesgo; en las zonas marginales, los barrios, medios de transporte, deportados, las mujeres y los niños. Hay que aclarar que la participación de la comunidad, no significa concederle al ciudadano la legitimación para administrar justicia, pues aquí es donde deben participar eficientemente las instituciones judiciales, en una relación armoniosa ciudadano-Estado.
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